Regreso al Nilo
Desde hace algún tiempo me levanto y acuesto temprano. No desayuno magdalenas como el escritor francés Marcel Proust, pero sí que sueño con tiempos perdidos: lugares que visité y personas que conocí hace mil años, brillando como ascuas en las noches oscuras
Finales de diciembre en algún lugar del Alto Nilo, entre Kom Ombo y Asuán, al sur de Egipto. Es de noche, todavía. Y hace frío. Apiñados en el reducido espacio de cubierta, arropados en sus sacos de dormir, un pequeño grupo de mochileros aguarda el amanecer. Cuando este llega, las montañas del desierto líbico adquieren suaves matices rosados. El capitán Mahmoud iza la vela de la falúa esperando que el viento, Inshallah —si Dios quiere—, la empuje como una pluma por la tersa superficie del río.
Mahmoud es un adolescente que ha heredado la piel oscura y el porte altivo de los nubios y comparte las tareas a bordo con su padre, Kamil, transportando grano, piedra caliza, alfarería, animales y turistas. Las falúas, embarcaciones de carga o pasaje aparejadas con una gran vela latina —una de las imágenes más características del Nilo— aprovechan la corriente cuando viajan río abajo, y los etesios, los vientos predominantes del norte, cuando se dirigen hacia el sur, zigzagueando entre las dos orillas. Esta actividad ocupa a todo el clan: los hermanos mayores de Kamil se ocupan de distribuir los trabajos que surgen, al tiempo que también reparten los beneficios obtenidos. El oficio de barquero se transmite de padres a hijos. Los varones de la familia, predestinados para este empleo, comienzan a trabajar muy jóvenes, primero como marineros de cubierta, más tarde como cocineros, hasta llegar a ser capitanes de su propia embarcación. Mahmoud, pese a no tener más de dieciséis años, ya está prometido. En pocos años se casará con una de sus primas, un matrimonio pactado que garantiza el mantenimiento del negocio familiar.
Aún más duras son las condiciones de vida de los pescadores, una cofradía que constituye casi una sociedad aparte en el mundo fluvial. Sus pequeñas barcazas de remos de media cubierta son al mismo tiempo su vivienda y su medio de trabajo. Durante las labores de pesca, un adulto rema contra la corriente, mientras alguno de sus hijos desenrolla una larga red a la deriva. El pescador realiza después una maniobra de rodeo, colocándose a favor del curso, al tiempo que golpea el agua con los remos o con un bidón, para conducir los peces hacia la red. Cuando pasan los cruceros cargados de jawagas, turistas occidentales, algunos pescadores se suben la galabiya, la tradicional túnica blanca usada por los hombres, y muestran el culo al barco.
Los primeros turistas
Ya ha desaparecido de las aguas la elegante silueta de las dahabies, los lujosos veleros de recreo que describió E. V Gonzenbach en sus crónicas de viajes. Aquellos barcos, utilizados por los primeros viajeros en Egipto, dejaron paso a los buques de vapor, y estos, a los modernos barcos de crucero, hoteles flotantes de poco calado que, antes de la caída del turismo, abarrotaban los embarcaderos de Luxor, Edfu y Kom Ombo provocando auténticos embotellamientos a la entrada de la esclusa de Esna. Unas ochenta personas componen su tripulación, aunque solo seis o siete se ocupan de las tareas de navegación. Tanto el capitán —a diferencia de otros barcos, no tiene autoridad sobre el pasaje— como los pilotos, suelen ser antiguos pescadores que conocen cada palmo y médano del río. Estos marineros de agua dulce permanecen todo el tiempo en el puente de mando, sin mezclarse con el personal de hostelería ni con los turistas, y se les distingue por ser los únicos que visten de manera tradicional a bordo.
Entre lo que hoy es Asuán y El Cairo, el gran río de África se puebla de ciudades y aldeas que ocupan una estrecha franja arrebatada al desierto. Se suceden uno tras otro los pueblos de adobe, aldeas formadas por pequeñas construcciones cúbicas sobre las que destacan los minaretes de las mezquitas y las antenas de algunos televisores. Sus pobladores miran permanentemente hacia el río, del que obtienen agua, alimentos, abonos para los campos y forrajes para sus animales. Para ellos, el Nilo es la vida. Las casas de aquellos que han cumplido con la peregrinación a La Meca, exhiben en sus fachadas pinturas de vivos colores, donde, en un auténtico estilo naif, se narran los pormenores del viaje.
La actividad es incesante. Cada pocos metros, el viajero ve barcazas cargadas de frutas, pescadores faenando con sus redes, mujeres que lavan cacerolas o muchachos que asean sus borriquillos. En los escarpes de las orillas, surgen niños que saludan el paso de los barcos; lavanderas enlutadas hacen la colada con el agua hasta los muslos, al tiempo que golpean la ropa con una pala, y muchachas de riguroso negro se afanan en la elaboración del pan en un horno de barro.
Algo más abajo, un fellah —campesino— interrumpe su labor de arar la tierra para refrescarse en el Nilo. Todavía se usan los antiguos métodos de riego que ya existían en la época de los faraones: el shadouf o cigoñal, un balancín con un contrapeso en uno de sus extremos y un odre en el otro, que permite salvar desniveles de unos dos metros; el tornillo de Arquímedes, que emplea una espiral de madera para impeler el agua a través de un cilindro metálico; y la sakiya, una especie de noria movida por animales de tiro.
La fiesta del Opet
Estos artefactos no son la única reminiscencia que queda del pasado: en Luxor, se celebra todos los años el Muled de Abú al Hagag, una fiesta con raíces en la ceremonia tebana del Opet, cuando una estatua del dios Amón era transportada entre los templos de Luxor y de Karnak coincidiendo con el comienzo de la inundación. En la versión musulmana del Opet, tres pequeñas barcas parten de la mezquita de Abú al Hagag, incrustada en el interior del templo faraónico de Luxor, para ser paseadas en carrozas por toda la ciudad. Menos colosal que el vecino Karnak, pero más armonioso, el templo de Luxor fue construido en el siglo XIV antes de Cristo, durante el reinado de Amenofis III.
La sensación de intemporalidad que transmite este mundo acuático se ve rota de tarde en tarde por la presencia de alguna planta industrial dedicada a la fabricación de ladrillos o fertilizantes, o por el paso de un barco de crucero o una gabarra metálica cargada con barras de acero o sacos de cemento. El comercio de todo tipo de mercancías ocupa buena parte de las actividades del río. En algunos lugares, también se pueden ver camiones circulando por la carretera de Asuán, que discurre paralela a la corriente, con su carga sobresaliendo por encima de la vegetación: palmerales de donde cuelgan enormes racimos de dátiles, cañaverales, y cultivos de trigo y de bersim o trébol de Alejandría, un tipo de forraje muy extendido.
El Nilo y sus canales separan numerosas poblaciones y, a menudo, incluso a los campesinos de sus parcelas. Para solucionarlo, los habitantes del valle usan sistemáticamente los transbordadores en sus desplazamientos: vetustos lanchones que suelen estar patroneados por un venerable Simbad, ataviado con el tradicional turbante. También pervive el oficio de barquero, desempeñado a fuerza de remos o, en los brazos menores del río, mediante cuerdas colgantes que se usan para impulsar la barca con las manos. La comunicación entre ambas orillas también está garantizada por los puentes que, a la altura de las principales poblaciones, unen las márgenes cada diez o doce kilómetros.
Un importante centro de tráfico fluvial es la ciudad de Qena, en la curva que el Nilo dibuja al norte de Luxor. Buena parte de la alfarería que se emplea a diario en todo el valle se fabrica con la arcilla de la región que la rodea. Es fácil ver en sus embarcaderos cientos de cántaros y vasijas de barro, apilados a la espera de su traslado hacia los mercados locales. Justo enfrente, en la otra orilla, se alza el templo ptolemaico de Dendera. Dedicado a Hator, la diosa egipcia del amor, el placer y la belleza (aunque se la representaba con orejas de vaca), es el mejor conservado y uno de los más bonitos de Egipto. Un bajorrelieve de su muro posterior muestra a Cleopatra, la última reina de Egipto, junto a su hijo Cesarión, que tuvo con Julio César y fue asesinado por orden de Octavio, haciendo ofrendas a la divinidad.
Un río vivo y con alma
A medida que el Nilo se adentra en el sur, el Nilo cambia su aspecto. Poco a poco, las dunas se apoderan del valle, y el desierto deja de ser una línea ocre al otro lado de la franja de vegetación, para terminar imponiendo su descarnado dominio sobre el paisaje. En la orilla oriental, ya cerca de Asuán, se encuentra el pueblo de Darau. Aquí llegan cada semana cientos de camellos procedentes de Sudán, después de atravesar el desierto de Nubia por la legendaria ruta caravanera de los Cuarenta Días —tiempo medio de duración del viaje—. Los animales, que alcanzan la margen occidental del río, son embarcados en un ferri —antiguamente vadeaban el Nilo a nado—, que los transporta hasta la otra orilla, donde está el mercado. Desde allí, partirán en camiones hasta El Cairo y otros lugares del país.
La prosperidad del valle del Nilo ha estado siempre condicionada por sus crecidas, consecuencia de la irrupción repentina de los afluentes etíopes. Hasta su descubrimiento a mediados del siglo XIX por los exploradores británicos John H. Speke y Richard F. Burton, el gran río supo guardar celosamente el misterio de sus fuentes, ocultas en los altos de Abisinia y en la cordillera Ruwenzori, las legendarias Montañas de la Luna, allí donde el Nilo duerme en la oscuridad de las selvas y el hielo de los glaciares negros. Durante la inundación, las tierras se esponjaban de humedad y quedaban cubiertas de una fina capa de limo extremadamente fértil. La cosecha del año dependía de la superficie de tierra cubierta por el agua, que determinaría el terreno cultivable.
Desde la construcción de la presa alta de Asuán, el agua del Nilo está disponible durante casi todo el año. Pero han surgido nuevos problemas: el río ha perdido fuerza y, ganado por el mar, el delta retrocede, mientras en los suelos se forma una capa salina —barari— que los vuelve estériles. En algunas zonas, los jacintos de agua (Eichhornia crassipes) han proliferado hasta convertirse en una plaga verde que propicia la extensión del parásito de la esquistosomiasis, y el rico limo que antaño cubría los campos durante las crecidas se amontona hoy en el fondo de la presa, sin fertilizar un solo grano, un hecho que obliga a utilizar abonos químicos.
También el alma del río ha cambiado. Antes de la construcción de la presa alta, el Nilo egipcio era un río versátil y vivo, un animal salvaje nacido en el oscuro corazón del continente. Un día estaba tranquilo, y al siguiente, bullía inquieto, nervioso por la llegada de las inundaciones. Entonces, cambiaba de color y carácter, virando del verde al rojo púrpura, tomándose agresivo y violento. Su nivel subía y bajaba varias veces, modificando el paisaje. Hoy, lobotomizado por el dique, ofrece un rostro más uniforme, liso e inexpresivo, como un gigantesco canal, que, pese a todo, retiene todo el sabor de las leyendas.
La fauna del Nilo egipcio
Si proyectas viajar por el Nilo, no olvides incluir unos prismáticos en tu equipaje. El espectáculo merece la pena. No hace falta ser biólogo ni explorador para extasiarse ante el despliegue natural que acompaña al Nilo en territorio egipcio: la presencia de animales resulta constante, permanente. Es cierto que, debido a la construcción de grandes presas, los legendarios cocodrilos ya han desaparecido por debajo de la sexta catarata, en Asuán, pero todavía abundan en el lago Nasser, donde por este motivo está prohibido bañase.
En la actualidad, las aves forman la familia más común entre la fauna del río: por encima de los cultivos, se pueden ver bandadas de garzas en busca de insectos y pequeños roedores; en los cañaverales de las orillas, abunda el calamón común (Porphyrio porphyrio), al igual que la curruca de Rüppell (Sylvia ruppeli) y el alción, un martín pescador de gran tamaño que captura sus presas cayendo en picado sobre los canales. Entre las aves rapaces que habitan el valle del Nilo, destaca el elanio común (Elanus caeruleus) —un pequeño halcón de plumaje blanco que se deja ver entre los tupidos palmerales—, el cernícalo y el milano negro (Milvus migrans). En los altos de las casas, suele anidar la golondrina, que en su variedad egipcia (Hirundo rustica savignii) tiene el pecho y el vientre de un característico color rojo ladrillo. La abubilla rayada (Upupa epops major), representada a menudo en los jeroglíficos, es asimismo una especie ligada al valle, mientras que entre los cultivos resulta muy familiar el canto aflautado que emite el bulbul naranjero (Pycnonotus barbatus).
El valle del Nilo no destaca por su riqueza en mamíferos. De hecho, y al margen de los domésticos, solo abundan los pequeños roedores en los embarcaderos de las orillas. Los reptiles aparecen representados por la temible cobra egipcia o áspid de Cleopatra (Naja haje) y por el varano del Nilo, un gran lagarto que habita en las orillas. Entre los peces, la perca del Nilo ha sufrido un descenso importante a causa de la contaminación de las aguas. Pero la tilapia sigue siendo abundante, sobre todo en el lago Nasser, al igual que el pez gato, que prolifera en los fondos cenagosos del río.
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