Despegue y muerte del Concorde, el sueño millonario de Europa que se estrelló hace 20 años
El avión de la 'jet', que iba de Londres a Nueva York en tres horas y donde se cenaba langosta, firmó su carta de despedida tras un trágico accidente en el verano de 2000. Hoy permanece en la memoria como un homenaje al exceso de una Europa que no es lo que soñó de sí misma
Cuando uno se encuentra en la interminable fila de embarque de un vuelo de bajo coste, con todas sus pertenencias estrujadas en una maleta arbitrariamente absurda que de todos modos no va a caber en el compartimento superior, cuesta creer que hubiera un tiempo en el que volar fuera un placer. Los codazos al abrocharse el cinturón, las azafatas que venden lotería, perfumes y vodka, los aseos decorados por sus usuarios con papel higiénico inquietantemente húmedo… Volar se ha convertido en un espantoso trámite, un trance que irremediablemente nos vemos obligados a superar para llegar de un punto A a un punto B. Si en alguna parte un ingenioso inventor descubriera una manera de teletransportación que requiriese treinta minutos de tortura física para activarse, con casi total seguridad el común de la gente lo preferiría a volar. Al fin y al cabo, qué son treinta minutos de tortura física comparados con la infinita agonía que es un vuelo en clase turista.
El Concorde fue un monumento a lo impráctico, al derroche, al chauvinismo, a la sobreingeniería y a no preguntarse si ser capaz de hacer algo era justificación para hacerlo. También fue un monumento al lujo, al exceso, a la soberbia y a la impaciencia
Podemos cometer el error que cometen todas las generaciones y pensar que eso de encuadrijarse en un asiento durante dos horas es un invento reciente, pero eso sería una osadía. Lo que es novedoso es la idea de hacerlo por poco dinero, porque hubo un tiempo en el que si uno estaba dispuesto a pagar más o menos lo que hoy serían unos diez mil euros por un viaje de ida y vuelta de Londres a Nueva York, podía tener la misma experiencia que hoy tiene un Erasmus que vuela de Santiago de Compostela a Bratislava a las cinco de la mañana. Eso sí, con Dom Pérignon y langosta Thermidor. Hablamos, por supuesto, del Concorde.
No existe algo comparable hoy en día. La primera clase está envuelta en las neblinas de la discreción y la modestia: suites y mamparas, coches privados, cortinas y salas secretas tratan de impedir que los verdaderos ricos y famosos se vean mezclados con quien vuela en las otras cabinas, pero a fin de cuentas es apenas una pieza de plástico o de tela la que les separa de los desheredados. Una parte considerable del desembolso va destinado a fingir que los señores y las señoras de primera van solos en el avión, pero es, al fin y al cabo, una ficción.
El Concorde era insultantemente caro, terriblemente incómodo y ridículamente impráctico, pero era también indiscutiblemente exclusivo. No había mamparas ni cortinas, no había extravagantes suites con edredones de algodón egipcio cubiertos por pétalos de rosa. Había asientos y ya. La exclusividad permeaba toda la cabina, sin necesidad de aspavientos ni alharacas. Uno podía embarcar y encontrarse sentado al lado de Madonna, el Duque de Kent o Gloria Vanderbilt. Era el único avión del mundo que servía exclusivamente para ver y ser visto. Era el equivalente aerostático de unos Louboutins.
Cuando uno viajaba en Concorde lo hacía más por demostrar que podía que por tener ningún especial interés. Los pasajeros disfrutaban de salas vip exclusivas, separados de la plebe subsónica en una esfera superior de la existencia; comían fabulosos menús de alta cocina y bebían champaña a capricho durante todo el vuelo
Pero aunque su destino fuera convertirse en algo frívolo y ostentoso, el Concorde no comenzó así su vida. El Concorde nació, como concepto, en esa turbulenta vorágine de optimismo y fatalidad que fue la posguerra mundial. Apenas dos años después del primer vuelo comercial de un jet (o sea, un vuelo a reacción como los que conocemos hoy, que fue el de Havilland Comet) comenzaba la carrera por lanzar al ser humano a velocidades supersónicas. Estados Unidos puso a competir a Boeing y a Lockheed, con el convencimiento de que las fuerzas del capitalismo destilarían la aeronave del futuro. Al otro lado del telón de acero, Moscú ponía todo el poder de la ciencia y la organización socialistas al servicio de ir muy rápido de un sitio a otro. Mientras tanto, Francia y el Reino Unido, que aún estaban en negación sobre lo de haber dejado de ser el centro del universo, emprendieron sus propios programas, mucho más modestos como correspondía a sus economías de posguerra, pero ambiciosos en cualquier caso.
El Boeing 2707 nunca llegó a ser más que una maqueta. El Tupolev 144 voló un par de años antes que el Concorde, pero tenía una cierta tendencia a caerse más de lo que cabía esperar y era aceptable, incluso para los disciplinados camaradas del bloque soviético. Los proyectos francés y británico, por los que nadie daba un duro, se habían fusionado a mediados de los años sesenta en un último intento por salvarlos del más abyecto de los olvidos. Inexplicablemente, de entre la burocracia, el chauvinismo y los delirios de grandeza de dos potencias venidas a menos surgió un hito histórico: el único avión supersónico que voló comercialmente.
Lo llamaron Concorde por referirse a la concordia y la cooperación entre los dos países. Lo divertido del asunto es que pasaron los años siguientes dirimiendo si en el Reino Unido le llamarían Concord, que es la ortografía británica de la palabra, o Concorde, que es la francesa, pensando que si cedían en esa ‘e’ final todo el mundo pensaría que el avión era fundamentalmente francés. La polémica llegó a los más altos estamentos, y solo terminó cuando el gobierno británico aceptó la e final diciendo que perfectamente podía ser una E de ‘England’. Cuando los escoceses se quejaron les dijeron que podía ser une E de ‘Écosse’ (Escocia en francés), se terminó el asunto. Concordia, ciertamente.
Para cuando ocurrió el accidente en el año 2000 (el vuelo 4590 de Air France se estrelló poco después de despegar de París y murieron las 109 personas a bordo y cuatro en tierra), el Concorde era una reliquia de un tiempo y unas ambiciones que ya no existían. Se suele citar el accidente como una de las causas de su caída en desgracia, pero fue más una excusa que un detonante
Las cosas de los aviones en general van despacio, por esto de evitar que se precipiten al vacío estando llenos de gente, y todavía tuvieron que pasar siete años hasta que el veintiuno de enero de 1976 despegaron por fin los primeros vuelos comerciales operados por un Concorde. ¿Y en qué ruta volarían estos prodigios de la técnica? Uno pensaría que su hábitat natural sería cruzar el Atlántico norte, haciendo de puente entre las babilonias decadentes y ostentosas que conformaban la apoteosis del primermundismo ya entonces. Pero uno estaría equivocado. Como ya hemos dicho, hubo muchas cosas que no se tuvieron en cuenta en un principio y que lamentablemente demostraron tener más importancia de la prevista. Una de las más importantes era que el Concorde hacía un ruido terrible.
Decimos que el Concorde era un avión supersónico porque su velocidad de crucero era superior a la velocidad del sonido. Aun no siendo expertos en física, tiene cierta lógica pensar que un objeto que se mueve a una velocidad inferior a la del sonido y que posteriormente se mueve a una velocidad superior a él en algún momento debe franquear esa barrera, y resulta que cuando un objeto franquea esa barrera se produce un fenómeno llamado explosión sónica o sonic boom, que se puede describir técnicamente como un ruido tremendo. Todos hemos oído algo parecido cuando hemos hecho chascar un látigo o un trozo de cuerda. La cosa es que un avión de cien pasajeros hace un ruido parecido pero mucho más fuerte, tanto que puede llegar a causar daños estructurales en estructuras que se encuentren justo debajo. Parece que nadie en todo el tiempo que duró del desarrollo del Concorde pensó que esto pudiera ser un inconveniente digno de reseñar. Pero lo era.
Para cuando llegó el momento de empezar a volar, las golosas rutas del Atlántico Norte estaban fuera de concurso: la FAA, la máxima autoridad de la aviación estadounidense, había prohibido el Concorde en su espacio aéreo. Huérfano de propósito, el Concorde inauguró su carrera profesional con dos rutas bastante deslucidas: un Londres-Baréin que no interesaba a nadie en el lado británico, y un París-Rio de Janeiro vía Dakar que tampoco tenía demasiado sentido. Que el vuelo a Baréin era un disparate se le ocurre a cualquiera que tenga acceso a un mapamundi: la ruta sobrevuela casi durante todo el tiempo zonas pobladas sobre las cuales no se pueden alcanzar velocidades supersónicas. La única manera de hacerlo era siguiendo un zig zag un tanto rocambolesco sobre el Mar Rojo, y en consecuencia el tiempo de vuelo, en lugar de reducirse a la mitad, se quedaba en tres cuartas partes del habitual. Lo cual estaba bien, pero no merecía el sobreprecio de los billetes de Concorde, que la IATA había establecido en un 20% por encima de la tarifa de primera clase para la misma ruta. Para los legos en la materia eso es mucho, mucho dinero.
El Paris-Rio merece casi menos explicación, porque además llamaba la atención sobre otro de los grandes puntos débiles de la aeronave: su paupérrima autonomía. Cualquier cosa un poco más larga que una travesía del Atlántico requería una parada para repostar, y las paradas para repostar chocaban con todo el concepto de viajar extremadamente rápido. Afortunadamente la pataleta americana no duró mucho, y pronto se autorizaron los vuelos a Washington Dulles. Nueva York seguía vedado, porque sus aeropuertos son propiedad de la Autoridad Portuaria, que mantuvo la prohibición, pero algo era algo.
El interior era estrecho y agobiante, más parecido a un jet regional que a un avión de doble pasillo, y el ruido dentro de la cabina era ensordecedor. Las altas velocidades hacían que el fuselaje se calentase extraordinariamente, y ni todo el aire acondicionado del mundo podía hacer que los pasajeros disfrutasen de una temperatura verdaderamente confortable
Volar en el Concorde era una de esas experiencias que se convierten en lujosas casi exclusivamente por su coste. El interior era estrecho y agobiante, más parecido a un jet regional que a un avión de doble pasillo, y el ruido dentro de la cabina era ensordecedor. Las altas velocidades hacían que el fuselaje se calentase extraordinariamente, y ni todo el aire acondicionado del mundo podía hacer que los pasajeros disfrutasen de una temperatura verdaderamente confortable. Los asientos eran pequeños y endebles: tapizados en piel, sí, pero en lo demás no muy distintos de los asientos de clase turista. Entonces, ¿por qué los ricos y famosos pagaban fantásticas cantidades por el privilegio de padecer uno de aquellos vuelos?
Si hay algo que no se les puede negar a franceses y británicos es la capacidad de, cada uno a su manera, entender lo que es el verdadero lujo. No consiste tanto en la comodidad personal, aunque esta es un plus, sino en la percepción de los demás. Cuando uno viajaba en Concorde lo hacía más por demostrar que podía que por tener ningún especial interés. Los pasajeros disfrutaban de salas vip exclusivas, separados de la plebe subsónica en una esfera superior de la existencia; comían fabulosos menús de alta cocina y bebían champaña a capricho durante todo el vuelo. Eran, inequívocamente, los pocos privilegiados, y eso era en lo que consistía el asunto.
Ninguna aerolínea quiso arriesgarse con el Concorde. Todos los encargos se fueron cancelando hasta que sólo quedaron British Airways y Air France, por aquél entonces todavía empresas públicas al servicio de los mismos gobiernos que habían apostado todo su prestigio internacional al éxito del invento. La Braniff —la aerolínea que puso a sus azafatas cascos de astronauta en los sesenta— experimentó con la ruta de Dallas-Fort Worth a Washington Dulles, que operaba a velocidades subsónicas y, una vez en Washington, cambiaba la tripulación por una de Air France que ya continuaba hasta París. Algo parecido ocurrió con Singapore Airlines y British. Ninguno de los dos experimentos fue excesivamente exitoso y al cabo de pocos meses desparecieron y nadie los echó de menos.
Para cuando ocurrió el accidente en el año 2000 (el vuelo 4590 de Air France se estrelló poco después de despegar de París y murieron las 109 personas a bordo y cuatro en tierra), el Concorde era una reliquia de un tiempo y unas ambiciones que ya no existían. Se suele citar el accidente como una de las causas de su caída en desgracia, pero fue más una excusa que un detonante. Air France nunca ganó dinero con el Concorde, y aunque BA aseguraba hacerlo, existen serias dudas de que fuera cierto. Los vuelos salían medio vacíos. La progresiva mejora de las clases premium en los vuelos de largo radio hizo que esas pocas horas más dejasen de ser tan insoportables, mientras que los mores del nuevo siglo se inclinaban más por la privacidad y la discreción que por la ostentación y el ver-y-ser-visto. La puntilla fue el 11-S, que puso en marcha la mayor crisis en el sector de la aviación hasta entonces—recientemente superada con creces por el último Apocalipsis que nos ha tocado vivir. La hora del Concorde había llegado.
Hoy pagamos por separado tan extravagantes privilegios como llevar equipaje o sentarnos en un asiento en el que cabe un ser humano; reservamos billetes que cuestan menos de lo que nos gastamos en el taxi para ir al aeropuerto; contenemos la respiración para tratar de sobrevivir a los noventa minutos de anuncios, venta de loterías y colonias y artículos de bazar y sandwiches de máquina recalentados que les da tiempo a apretujar en un vuelo a Beauvais que aterrizará a noventa kilómetros de París pero de algún modo hemos decidido que cuenta como ir a París. Parece mentira que hace tan poco, hace apenas diecisiete años, fuera posible volar de Londres a Nueva York en apenas tres horas, disfrutando de la compañía de ministros, actrices, modelos y glitterati y haciendo saltar la banca en la barra libre de Dom Pérignon.
El Concorde fue un monumento a lo impráctico, al derroche, al chauvinismo, a la sobreingeniería y a no preguntarse si ser capaz de hacer algo era justificación para hacerlo. También fue un monumento al lujo, al exceso, a la soberbia y a la impaciencia. Fue, por encima de todo, un monumento a todos los más interesantes defectos de la condición humana. Tal vez un mundo sin Concorde sea un mundo más cabal, pero también es un mundo mucho menos interesante.
Rafael de Jaime Juliá es el autor de 'Calypso' (editorial niños gratis) y es un gran aficionado a la aviación y las cosas excesivas e inútiles. A lo largo de su carrera profesional ha trabajado en tres aerolíneas distintas, ninguna de las cuales existe ya por motivos en nada relacionados con él.
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