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maneras de vivir
Columna
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El cadáver de Héctor

Rosa Montero

Es lo más duro, todas esas muertes sin el consuelo de los velatorios y muchas sin la mera posibilidad de haberles dicho adiós

Siempre me han fascinado los diversos ritos funerarios que el ser humano ha ido creando a lo largo de la historia. La muerte es algo tan grande y tan inmanejable, sobre todo para los que nos quedamos aquí y tenemos que lidiar con la inaudita desaparición de un ser querido, que nos vemos obligados a buscar trucos defensivos. Y, como la muerte no se deja domesticar por medio de las palabras (el verdadero dolor nos enmudece), recurrimos a las ceremonias colectivas para encontrar consuelo.

Barcas llameantes que se internan en el mar para los vikingos, pirámides y momificaciones para los egipcios, cremaciones sagradas para los budistas, cementerios tan monumentales que terminan siendo verdaderas ciudades de la muerte. Y luego las manías peculiares de cada cultura: los musulmanes tienen que ser enterrados sin caja, de costado y mirando a La Meca; los aborígenes de Australia colocan el cuerpo en una plataforma, lo cubren de hojas y lo dejan pudrir al aire libre; en el pueblo de los Sagada, en Filipinas, cuelgan los ataúdes de los acantilados, porque así los tienen muy cerca del cielo (qué hermoso); y los parsis de Bombay usan las sobrecogedoras Torres del Silencio, construcciones de piedra en donde son depositados los cadáveres para que los buitres los devoren, lo cual, si se piensa bien, posee una salvaje y ecológica belleza.

Sí, tenemos que hacer algo con la muerte, tenemos que apresarla con rituales justamente para salvar la vida. Por eso desde siempre una de las medidas más claras de la devastación que produce una catástrofe es el hecho de que nos robe esa liturgia final. Sucede en las guerras, con los muertos desaparecidos en combate; sucede en las explosiones que evaporan cuerpos, como los accidentes de avión o las Torres Gemelas. Y sucede en las pandemias. Cuando los cronistas de las diversas pestes que ha sufrido la humanidad querían resaltar el horror supremo de lo que estaban viviendo, hablaban de eso: de los miles de muertos sin enterrar porque “quienes cavaban ya no daban abasto”, como decía Procopio de Cesarea en la plaga de 541; o lo que escribió, durante la Gran Peste de 1348, Agnolo di Tura, un vecino de Siena, en donde había muerto la mitad de la población: “Enterré con mis propias manos a cinco hijos en una sola tumba. No hubo campanas. Ni lágrimas. Esto es el fin del mundo”. No, no hubo campanas, no hubo rito, no hubo una despedida apropiada y por lo tanto no hubo salvación.

Y esto es lo más duro, lo más demoledor que está pasando ahora con el coronavirus. Todas esas muertes cada día, todas ellas sin el consuelo de los velatorios y muchas, además, sin la mera posibilidad de haberles dicho adiós. Y todos esos deudos encerrados en la soledad de sus casas, necesitados de lágrimas amigas que les mojen los hombros y contemplando cómo sus muertos se convierten en un simple número dentro de un listado. Tenemos que hacer algo con ese ingente dolor. Y hay que hacerlo ya. Cuando la situación mejore, en cuanto podamos permitírnoslo, hay que organizar funerales de Estado y ceremonias colectivas como esos tres minutos de silencio que hicieron en China. Pero mientras llega ese momento podemos honrar a los muertos de algún modo, hacer pequeños gestos. Pues sí, por qué no colocar, por ejemplo, un pequeño lazo negro en nuestros balcones. Y por qué va a ser partidista compartir el dolor de nuestros convecinos. Y también, por supuesto, la esperanza. Para cuando salga este artículo, 15 días después de escribirlo, puede que haya alguna iniciativa de este tipo.

Ya lo dice la Ilíada, ese libro de hace casi 3.000 años que hoy nos sigue hablando con elocuencia. Cuando Aquiles, envenenado por la ira, mata en combate al noble príncipe Héctor, comete con él la mayor y más inconcebible de las iniquidades: ata el cadáver por los tobillos a su carro de guerra y lo arrastra y mantiene a la intemperie durante 12 días. Tiene que llegar una noche el anciano rey Príamo, disfrazado, hasta su campamento; y suplicar de rodillas al feroz Aquiles que le devuelva el cadáver de su hijo (cosa que logra, por cierto). La Ilíada está llena de brutalidades y degollinas, pero la profanación del cadáver de Héctor es lo más atroz, es el clímax del libro. Porque quien no respeta a sus muertos, no respeta nada. Ni siquiera a sí mismo.

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