El beso de la mujer-diablo
Bailaba con serpientes, se paseaba desnuda en su descapotable por Río, coleccionaba amantes y fundó una sociedad naturista y utópica en una pequeña isla carioca. La historia de Luz del Fuego, la explosiva artista de performance del Brasil de los cincuenta, radical y adelantada a su tiempo.
Soy como un cuerpo líquido: tomo cualquier forma. Muera la realidad. Quiero la fantasía y puedo conseguirla. ¿Acaso alguien se compadece de mí? ¿Acaso no soy humillada y rebajada en todo momento? Seré mala y egoísta. La humanidad me forjó así y la vida registra día a día en mi corazón notas de odio y de ambición… Sí, persígnate, porque estás delante de la mujer-diablo”. Como una cobra ante un ratoncillo: así hablaba a uno de sus incautos pretendientes la formidable y libertaria Luz del Fuego (1917-1967), una de las mujeres más explosivas y fascinantes del mítico Brasil de los cincuenta. Escandalizó e hipnotizó a un país entero con su cuerpo desnudo y sus grandes serpientes: durante esa década no hubo un rincón al que no llegara su fama a medias legendaria y diabólica. Todavía hoy nos faltan por inventar palabras justas para describirla: artista sin obra, guerrillera urbana, pionera de la emancipación femenina, de una nueva moral del cuerpo y la sexualidad y una conciencia ambiental hoy más urgente que nunca. Yo escuché su nombre por primera vez en un barco de línea que surcaba la bahía de Guanabara y nos llevaba de Río a la isla de Paquetá, un paraíso diminuto muy cerca del paraíso perdido que hoy es ya la megalópolis.
Y resultó que incluso ese edén en miniatura tenía su serpiente: “¡Ah, esa era la isla de Luz del Fuego!”. Lo dijo en voz alta una señora mayor que se acodaba junto a mí en la barandilla al pasar junto a una de las muchas islitas idílicas y desiertas que salpican la bahía. Con la espontaneidad con la que se pega la hebra en Brasil, me contó que en los años cincuenta había vivido allí una mujer misteriosa, Luz del Fuego, siempre desnuda, con el pelo larguísimo y el cuerpo tostado por el sol. Compartía la isla con sus serpientes y no dejaba a nadie desembarcar vestido. La visitaban de incógnito, según la leyenda, los personajes más célebres del Río de entonces y hasta estrellas extranjeras de Hollywood, de Lana Turner a Steve McQueen.
En su isla del Sol, me contó, se celebraron carnavales legendarios a los que la alta sociedad carioca acudía desnuda y durante los que se bailaba hasta la madrugada sin más disfraz que un antifaz y algo de purpurina y confeti sobre la piel. Luego, a mediados de los sesenta, llegó el golpe militar y la larga dictadura, la isla dejó de visitarse y Luz del Fuego fue asesinada, justo al cumplir los 50 años, de la forma más truculenta. Isla, proezas y personaje mismo cayeron poco a poco en el olvido. “Recuerdo”, contó mi vecina de barandilla, “que mi madre nos tapaba los ojos para que no la viéramos remar desnuda en su barca cuando se acercaba a comprar a Paquetá”.
El islote vacío quedó atrás, mi vecina de barca se preparó para desembarcar en su muelle, y yo me quedé mirando aquel montón de rocas, cactus y grandes árboles entre los que costaba distinguir una casa arruinada, intrigado por aquella historia y convencido de que una mujer que había decidido vivir así y rebautizarse con el nombre luciferino de Luz del Fuego bien merecería que me pusiera yo el disfraz de detective para investigar cuánto de verdad y cuánto de leyenda hubo en todo aquello.
Luz del Fuego nació en febrero de 1917 como Dora Vivacqua en una familia burguesa y acomodada de Belo Horizonte, la capital del conservador e influyente Estado de Minas Gerais. Fue la penúltima de 14 hermanos, y desde niña entendió que debería armar verdaderos escándalos para destacar en medio de tanta patulea y frente a un ramillete de hermanas mayores y guapas que eran las señoritas casaderas más codiciadas de la ciudad. Fue una niña muy suya y muy rebelde. Se empeñaba en posar con ropas chillonas y disfraces imposibles en los retratos de familia, y solo se amansaba en las visitas al serpentario de la ciudad: las boas y cobras cautivas la dejaban hipnotizada durante horas. También buscaba el sol, el mar, la vida al aire libre. A los 15 años armó un revuelo al “inventar” el biquini con más de 20 años de adelanto y pasearse por la playa de provincias donde veraneaba su familia con una extraña prenda a base de tiras de sábana recosidas por ella misma: era muy fresca y cómoda, pero solo cubría sus caderas y su busto generosos.
Acababan los años treinta y Río y Brasil entero se reinventaban en Copacabana, a ritmo de samba, como capital mundial del sol y la música, playa de placeres y paraíso de todos los pecados. A Dora pronto se le quedó pequeña su capital de provincias. Y ya a partir de 1940 se hizo notar en la noche carioca como muchacha aventurera, indomable y ambiciosa. Estaba decidida a labrarse una vida de gloria y aplausos muy lejos de los planes de buenos matrimonios y virtudes de buena esposa reservados a las hijas de la burguesía de entonces. Fue la primera brasileña en sacarse el carné de piloto de avionetas y ensayar el paracaidismo, coleccionó amantes y esbozó orgullosa una teoría y práctica de lo que mucho más tarde se llamó poliamor: “Puedo amar a varios hombres a la vez, del mismo modo que me gustan igualmente todos los vestidos que guardo en mis armarios”.
Rechazó ofertas de matrimonio millonarias, coleccionó amantes (“si fueran sellos, valdrían una fortuna”, solía bromear) y escribió una novela escandalosa y muy adelantada a su tiempo sobre los esplendores y las miserias del rutilante Río de los años de guerra. Era un catálogo sin tapujos ni prejuicios de todas las infinitas variantes de la sexualidad, y una corte de los milagros de buscavidas, donjuanes, pícaros, homosexuales y transexuales, prostitutas y alcahuetas desfilaban por las páginas de un libro maldito y hoy casi inencontrable.
Acabó decidiéndose por la danza como medio de expresión artística y pasaporte para la gloria a la que se sentía destinada desde antes mismo de nacer. En esos años, la reina indiscutible del Olimpo carioca era Carmen Miranda, que ya triunfaba en Brasil y estaba a punto de convertirse en Hollywood en una estrella mundial y encarnación de los sueños y deseos de todo el planeta: con sus turbantes delirantes de frutas y flores, con sus zuecos de plataforma y sus abalorios y su expresividad electrizante. La futura Luz del Fuego la seguía muy de cerca en todas sus apariciones en Río y, según la leyenda, su mismo nombre artístico lo robó a la marca de lápiz de labios argentina que usaba la gran estrella.
Pero Luz del Fuego no quiso ser una más de la legión de imitadoras de Carmen Miranda que pululaban por aquellos años. Tomó buena nota de su capacidad para transformarse en icono, para hacer de su cuerpo una forma líquida y cambiante, y apostó muy fuerte por encarnar un mito opuesto, un reflejo oscuro de su luminosidad: recuperó y amaestró las gigantescas boas que la fascinaban de niña para que la acompañaran sobre el escenario, dejó crecer su pelo como una Medusa moderna hasta que fuera una melena-serpiente que se enroscase en torno a ella. Y en lugar de cubrirse con ropas extravagantes, mostró su cuerpo desnudo para asociarse en el inconsciente colectivo con un mito primigenio y prohibido: no sería Eva, la que sucumbe a las tentaciones, sino Lilith, la verdadera primera dama según las interpretaciones prohibidas del Génesis: la primera divorciada, la que rechazó someterse a Adán y no cede al pecado, sino que lo inventa y lo ofrece a la segunda mujer y los hijos de su ex.
Durante la primera mitad de los cincuenta, Luz del Fuego juega con fuego y baila con serpientes, literalmente: agota la taquilla allá donde se presenta, y los escándalos de sus espectáculos y apariciones muchas veces acaban en algaradas de las que la policía tiene que rescatarla, porque sus admiradores la desean tanto que en cualquier momento pueden convertirse en una turba que la devore.
En 1952 se cuela en el Gran Baile de Carnaval del Teatro Municipal de Río, donde se divierten disfrazadas la alta sociedad carioca y las celebridades de todo el mundo de paso por la ciudad. Va camuflada de novia angelical, pero en el apogeo del baile saca dos pistolones camuflados en el velo y, al grito de “¡No soy la novia del Brasil! ¡Yo soy la Novia Pistolera!”, dispara al techo balas de verdad y arma una verdadera barahúnda que acrecienta su fama de mujer maldita y pone en jaque las convenciones y privilegios de una sociedad elitista y desigual.
Como una Vengadora Enmascarada o una Pimpinela Escarlata, su sombra y su rumorología y la posibilidad de su aparición en cualquier lugar, a cualquier hora, planean sobre Río en esos años y galvaniza a la ciudad y a sus vecinos. Luz del Fuego puede surgir de la nada en cualquier momento, atacar y esfumarse antes de que nadie se reponga. En Río, a veces, su descapotable recorre como un bólido alguna de las avenidas principales, con ella en pie, completamente desnuda, lanzando besos desde el asiento trasero y dejando a su paso un rastro de estupefacción.
Planea y perfecciona sus acciones-escándalo como una verdadera guerrillera urbana. Lo que hace es tan novedoso que aún no tiene nombre, porque faltan 20 años para que nazcan las palabras más aproximadas y pueda pensarse en sus ataques-comando como verdaderas performances públicas, acciones de acoso y derribo momentáneo de lo establecido. Nunca se deja ver vestida en fiestas, en clubes de moda, en casinos ni bailes. Ha entendido que su poder se sustenta en el misterio, en la imprevisibilidad y en la fuerza devastadora de un arma sencillísima: su cuerpo desnudo. Luz del Fuego es una especie de carnaval andante, unipersonal, permanente y a destiempo. Las escuelas de samba de los morros le dedican himnos durante los desfiles de Carnaval, y la gente llana se agolpa a las puertas de los teatros donde se presenta y forma los tumultos que de pura adoración y admiración más de una vez están a punto de matarla.
A sus acciones unió sus ideas: en 1949 anunció la creación del Partido Naturalista Brasileño, con ella como candidata a la presidencia de Brasil y un lema irresistible: “¡Menos ropa y más pan!”. Su programa defendía la emancipación de la mujer, la legalización del divorcio y la modernización de las costumbres, la vuelta a la naturaleza y el nudismo como modo de vida liberador. Y cuando las dificultades para reformar la sociedad y aproximarla a su ideal se hicieron insuperables, Luz del Fuego decidió cortar por lo sano y fundó directamente una sociedad ideal entera.
Fue la mítica isla del Sol de la que me habló mi vecina de barca: reinventándose de nuevo, con su gran olfato para adelantarse a modas superficiales y cambios profundos de mentalidad, Luz del Fuego sirvió de guía a los jóvenes bohemios que migraban hacia Ipanema en busca de una vida en contacto con el sol y el mar; que pasaban de la samba a la bossa nova en sus guitarras; importaban el surf, la moral y el amor libre de los hippies, y adoptaban por fin como prenda universal esos mismos biquinis que 20 años antes ella había ya prefigurado.
Durante los primeros sesenta, la isla del Sol no solo fue el primer club naturista oficialmente reconocido en América: fue todo un ensayo de comunidad utópica, en contacto con una naturaleza y un clima que los cariocas redescubrían como envidiado por todo el planeta. Contó entre sus miembros a mucha gente importante de la bohemia dorada de entonces y sirvió de ensayo de nuevas formas de vivir en comunidad, contemporáneo de lo que se experimentaba en todo el planeta, de California a Copenhague.
Duró muy poco: el golpe militar de 1964 acabó abruptamente con esos experimentos en Brasil, y la nueva moral puritana y la censura forzaron la desbandada y el cierre de la isla del Sol. A sus 50 años, unos bandidos de poca monta asesinaron a Luz del Fuego en su isla. Esperaban encontrarse riquezas y escenas sicalípticas, y se toparon con una mujer sola y envejecida pero aún indómita, viviendo de la forma más sencilla en comunión con la naturaleza, llena de planes y dispuesta a luchar hasta el fin.
Veinte años antes, el cortejo fúnebre de Carmen Miranda había convocado en Río a cientos de miles de personas que acompañaron su ataúd cantando sus sambas más populares. Pero muy pocos acudieron al entierro de los restos de Luz del Fuego cuando por fin emergieron del fondo de la bahía de Guanabara. Su muerte fue un feminicidio y, a la vez, la culminación de un lento asesinato cultural: la forma en que actuaron los anticuerpos difusamente generados por una sociedad incapaz de asimilar un organismo tan libre y disolvente en su interior.
Desde los ochenta, con la vuelta a la democracia, Brasil ha ido recuperando su figura y releyéndola como la pionera que fue en ideas y obras. En 2017 se celebró su centenario, y toda una nueva generación de artistas, de seguidores y de jóvenes activistas la reivindican como una figura de referencia en las luchas contra el nuevo intento de instaurar una cultura represiva en lo político y lo moral por parte de Bolsonaro, que tanta saudade dice sentir por la dictadura militar.
Yo creo que es mejor reservarla para celebrar la memoria de Luz del Fuego: esa “mujer-diablo”, ese “cuerpo líquido” que se adelantó a su tiempo y fue mucho más que una simple nota al pie de la crónica turbulenta y deslumbrante del Brasil moderno.
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