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Columna
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Patronas, empleadas y coronavirus

Es hora de que nuestro feminismo reconozca y abdique de los privilegios de la patrona para poder mirar y cuidar del impacto de la pandemia en la vida de las mujeres reales

Dos mujeres desinfectan el vagón del tren en Río de Janeiro, Brasil, contra el coronavirus.
Dos mujeres desinfectan el vagón del tren en Río de Janeiro, Brasil, contra el coronavirus.RICARDO MORAES (REUTERS)
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La primera víctima fatal del coronavirus en Río de Janeiro fue una mujer, trabajadora doméstica. Fue infectada “por la patrona” que no informó que estaba enferma. Empleada y patrona, fueron descritas así por las noticias, sin nombre, solo los espacios de vida de los privilegios resumían sus existencias: la empleada dormía en la casa en la que trabaja, la patrona viajó para Italia de donde regresó enferma. La empleada murió en un hospital público, fue enterrada en un cementerio vecino a la casa de calle sin asfalto. La patrona vive en el metro cuadrado más caro de Río de Janeiro. Ni muerta, la empleada tuvo el privilegio de ser nombrada para ser humanizada en el duelo, como mostró la periodista Djamila Ribeiro.

Empleada y patrona son las alegorías de cómo una pandemia se cruza con las fronteras de los privilegios de género, clase y raza. Nuestro feminismo latino, emblanquecido por la colonialidad del poder, es insuficiente para responder a la crueldad de la epidemia entre el mundo de las mujeres: nosotras, mujeres de la élite trabajadora y educacional, lamentamos la soledad del trabajo remoto, la difícil triple jornada de trabajo con hijos en la casa, la consternación del comedor como espacio de trabajo. Las mujeres reales del mundo, aquellas que todos los días continúan moviéndose por las ciudades en transportes públicos apilados, ya viven esa cruel realidad hace tiempo. La diferencia es que nuestro éxito en el trabajo dependía de nuestro puesto como patronas en la vida doméstica o en las guarderías.

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Los datos son frágiles, pues las mujeres reales del trabajo doméstico viven en la informalidad. Ellas son aseadoras, niñeras, empleadas domésticas, cuidadoras y el uso del femenino no es manía feminista: 93% de las trabajadoras domésticas de América Latina y el Caribe son mujeres. Si sumamos a este contingente, el universo de las manicuristas y peluqueras o de las educadoras y profesionales de la salud, estamos hablando de hacia dónde el feminismo del 99% de las mujeres necesita mirar para entender los efectos de esta epidemia en las mujeres en cuanto a los privilegios de clase. El empleo doméstico es una de las áreas con mayor nivel de trabajo informal en las Américas: según la Organización Internacional del Trabajo, en 2013, ocho de cada 10 trabajadoras domésticas estaban en la informalidad.

Estar en la informalidad es estar sin salario o arriesgarse a enfermarse para cuidar de las élites enfermas. Estar en la informalidad es enfermar y vivir a la espera de la caridad de las élites. Así mismo, para las trabajadoras domésticas formales, apenas una de cada cuatro posee cobertura de seguridad social en América Latina y el Caribe. Hay países donde el cuadro es todavía más desesperante: en Bolivia, El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua, México, Paraguay y Perú, nueve de cada 10 trabajadoras domésticas no tienen ninguna protección social.

Esas son mujeres trabajadoras inexistentes para el Estado de bienestar social, enfermas, empobrecidas o hambrientas vivirán la perversidad de las políticas de distanciamiento social como arriesgada sentencia de muerte. Recogidas en la casa como mandan las políticas abstractas de protección a la salud, corren mayores riesgos de violencia, como demuestran los datos de China, donde se triplicaron los registros de violencia doméstica en febrero de 2020 comparado a 2019, y no cuidan de sí o de los hijos. Fenómeno semejante ocurre en Estados Unidos, donde mujeres enfrentan barreras para buscar refugio en casas de paso por el riesgo de contagio. Son mujeres que, si desafían las reglas de reclusión doméstica y se someten a la esclavitud del trabajo, corren el riesgo de enfermar como cuidadoras de quienes ignoran sus derechos, su vida o su nombre. Es hora de que nuestro feminismo reconozca y abdique de los privilegios de la patrona para poder mirar y cuidar del impacto de la pandemia en la vida de las mujeres reales.

Debora Diniz es brasileña, antropóloga, investigadora de la Universidad de Brown.

Giselle  Carino es argentina, politóloga , directora de IPPF/WHR.

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