Grupos de riesgo
Los muertos pertenecen ahora casi todos a este conjunto, algo muy alejado de nuestros juveniles y jubilosos pandilleros nocturnos de guardia en hospitales
Está difícil, como siempre, lo de entenderse. Empezando por lo del sonido, que no es poca cosa si nos paramos un rato a pensarlo. Mi condición de extemporáneo se ve de inmediato realzada por los sonidos. Porque si uno se fija, lo del ruido es de las primeras cosas que delatan de qué lado se está. Sobre todo, cómo no, en la política, aunque los consensos inesperados te puedan dejar fuera de combate por un momento.
Antes, mucho antes de que las muertes fueran masivas por obra de un infiltrado tan feroz como la Covid-19, las muertes aparecían simbolizadas por un toque, casi siempre de campana, lúgubre, repetitivo y casi embellecedor. Los pasos de los asistentes a los entierros se hacían pronto a las maneras de esos tañidos, y rescataban una seriedad ambiental que seguramente estaba en las iglesias desde muchos años antes, metida en las entrañas de los planos sobre los que se construyeron.
Los muertos pertenecen ahora casi todos a eso que viene en llamarse “grupos de riesgo”, algo muy alejado de nuestros juveniles y jubilosos pandilleros nocturnos de guardia en hospitales, quienes están preparados no solo para ocupar durante muchos años las plantillas de su gremio sanitario, sino que también están dispuestos a hacer añicos los frágiles momentos REM de cualquier paciente de hospital al grito de, por ejemplo “a ver qué fiebre tiene esta noche mi rey”. Se trata ese tan apacentado y sufridor grupo, de gente bien entrada en los setenta y con algún problema respiratorio en las alforjas, o sea, de los “de riesgo”.
En cierto modo es fácil hacerse de ese grupo social: solo hay que mirar alrededor y ver qué necesita la gente común. Para ser más feliz o, simplemente, para estar más cómoda en la vida. Acabadas las grandes reconversiones proletarias, todos los problemas son de clase media.
Pero no nos pongamos más estirados de lo necesario, porque para eso hay momentos siempre. Y al cabo de no mucho tiempo de compartir sórdidos retales de confitura de pera, uno descubre dos cosas igual de trascendentes: la basura plástica que recubre el lecho de nuestros océanos y el cabreo laboral de las “mareas blancas” vienen del mismo sitio. Los que gritan “campeón” mientras te pellizcan el carrillo derecho de la cara son los mismos que claman los domingos por la mañana en Alcalá de Henares por una sanidad pública que lo sea, y los que se presentan voluntarios para limpiar Galicia de chapapote o tu casa de virus coronados. Son ellos.
Así que, en un principio, la enorme diferencia de clase que viene dada por sus dispares orígenes, el bicho acaba convirtiéndola en nada.
En Madrid hay cada día más muertos que pertenecen a los llamados “grupos de riesgo”. Y también hay cada vez un número mayor de infectados entre las profesiones sanitarias. Todavía, y con suerte durante mucho tiempo, la muerte por neumonía se mantendrá alejada de estos grupos de gritones.
Pero oiremos cada vez más en los tanatorios de los hospitales de la seguridad social el desagradable sonido que hacen los plásticos cuando entran en contacto violento entre sí.
El tremendo estrépito, que suele venir tan desrecomendado por la extensa galería de peticiones inútiles de silencio, ha sellado hace ya muchos años la victoria de los bares sobre los hospitales en España. Se da la batalla decidida por quienes podían hacerlo, que siguen siendo —¡ay!— los mismos que garantizan esa sanidad pública.
En los largos caminos bordeados de cipreses que adornan la España vaciada, un estrépito de plástico se prepara para recibir el último desfile de los “grupos de riesgo”.
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