Ante la incertidumbre radical
Nos enfrentamos a una situación que exige liderazgos políticos fuertes y coordinación económica
El pasado 12 de marzo, mientras las Bolsas se desplomaban, ocurrió algo extraño en los mercados. Tanto el precio del oro como el de la deuda pública estadounidense, los dos activos refugio en momentos de pánico, también cayeron. Aunque la situación terminó por revertirse, esto indica que la economía mundial había entrado en un momento de incertidumbre radical en la que, desgraciadamente, todavía nos encontramos.
La incertidumbre es diferente del riesgo. Los riesgos aparecen contemplados en las previsiones macroeconómicas con mayor o menor grado de probabilidad, y pueden o no materializarse. Así, a principios de año, había consenso sobre que los riesgos para la economía global se habían reducido por el acuerdo para frenar la guerra comercial y evitar un Brexit caótico. Sin embargo, la incertidumbre es una situación en la que nuestros modelos de predicción pueden saltar por los aires porque entramos en territorio desconocido, como si estuviéramos avanzando a través de la niebla. Y la pandemia global del Covid-19 nos ha colocado en una situación de incertidumbre radical, que además puede alargarse en el tiempo; es decir, obligarnos a transitar por la niebla durante varias semanas. Por tanto, el problema no estriba sólo en que haya aparecido un evento inesperado, que los economistas llamamos “cisne negro”, sino que, al hacerlo, nos ha condenado a pasar un tiempo en el purgatorio de la incertidumbre radical. Este cisne negro es más peligroso para la economía que anteriores como los atentados del 11-S o la caída del muro de Berlín porque la situación de temor, perplejidad, ansiedad e inseguridad de la ciudadanía será más prolongada. Además, cuanto más se extienda en el tiempo, más posibilidades habrá de que aparezcan nuevos efectos económicos adversos, como frenazos prolongados en la inversión y el comercio internacional o problemas financieros más severos de consecuencias imprevisibles.
La principal dificultad, por tanto, estriba en saber cuándo terminará la fase de incertidumbre radical; es decir, cuándo podremos salir de la niebla y volver a fiarnos de los modelos macroeconómicos, que entonces sí que nos permitirán saber hacia dónde caminamos. En algún momento, la epidemia del Covid-19 quedará controlada a nivel global. Cuando eso suceda, la actividad económica dejará de caer y tanto el comercio internacional como los precios de los activos financieros repuntarán. Pero el hecho de que la disrupción tenga que ver con algo tan sensible como la salud pública dificulta sobremanera el diseño de una estrategia efectiva para minimizar su extensión en el tiempo, aumenta la probabilidad de que se comentan errores en la respuesta y dificulta la coordinación.
Nos enfrentamos, por tanto, a una situación compleja que exige liderazgos políticos fuertes. Los pánicos en los mercados financieros y el temor de los consumidores paralizados (o comprando de forma compulsiva productos de primera necesidad) requieren de respuestas políticas porque las soluciones técnicas no son suficientes para reestablecer la confianza. Pero, por otra parte, el criterio técnico de médicos y epidemiólogos es a su vez esencial (y en ocasiones más relevante que el político) para poder dar una respuesta adecuada a la pandemia. Esto hace imprescindible que desde las instituciones públicas se mande un mensaje de que “hay alguien al mando” de la respuesta, como ya sucedió en septiembre de 2008 ante la quiebra de Lehman Brothers. En definitiva, se hace necesario un liderazgo fuerte que incorpore los criterios de los especialistas y coordine una respuesta económica para minimizar el daño de la Covid-19 en todos los ámbitos.
Esto supone que, más allá de las medidas de política monetaria para inundar de liquidez el sistema y evitar problemas de insolvencia mientras dure la caída de la actividad económica por los confinamientos, sería deseable que el G-20 acordara un estímulo fiscal coordinado como el que se puso en marcha en 2009 ante la Gran Recesión, algo difícil de conseguir con Trump en la Casa Blanca, pero no imposible. Además, necesitamos una respuesta europea. La Unión corre el riesgo de repetir los errores de descoordinación y lentitud del pasado. Esto profundizaría nuestras divisiones internas en un momento en el que el entorno geopolítico global deja claro que los europeos tenemos que optar entre construir más y mejor Europa o ser irrelevantes. Hace falta un plan de emergencia anticatástrofes con recursos europeos y, sobre todo, asegurar que los Gobiernos de los países del euro y el BCE, de forma coordinada, se conviertan en prestamistas de última instancia y compradores de última instancia, tanto para suavizar el batacazo de los próximos meses como para evitar crisis de deuda pública. Todo sería más fácil si tuviéramos mayor integración política y eurobonos, pero no es el caso. Habrá que encontrar soluciones imaginativas con las herramientas disponibles. Justo ahora que se acaba de producir el Brexit, la UE tiene una oportunidad de demostrar que está a la altura de las circunstancias.
Federico Steinberg es investigador del Real Instituto Elcano y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid.
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