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Columna
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El coronavirus nos revela que éramos ciegos y no lo sabíamos

Apreciamos la fuerza de un abrazo, del tacto, del estar juntos, solo cuando nos niegan esa posibilidad

Juan Arias
Un pasajero y una empleada del aeropuerto internacional de Río de Janeiro.
Un pasajero y una empleada del aeropuerto internacional de Río de Janeiro. Wagner Meier (Getty Images)

La imagen más dramática y tierna que simboliza la soledad del aislamiento a la que la locura del coronavirus nos está arrastrando, es la de los italianos. Italia, un país de arte, el tacto, que hoy canta en las ventanas de las casas frente a las calles y plazas vacías.

Los italianos cantan para consolar a los vecinos encerrados en sus casas. Los lamentos de sus voces, son el símbolo del dolor que evocan los tristes tiempos de las guerras y de los refugios contra los bombardeos.

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Pero es a veces en los tiempos de catástrofes y de desaliento, de las pérdidas que nos acongojan, cuando descubrimos que, como decía el Nobel de literatura, el portugués José Saramago “somos ciegos que pueden ver, pero que no miran”. Descubrimos, como una luz que se enciende en nuestra vida, que éramos ciegos, incapaces de apreciar la belleza de lo natural, los gestos cotidianos que tejen nuestra existencia y dan sentido a la vida.

La pandemia, por paradójico que parezca, podría servir para abrirnos los ojos y ver que lo que hoy vemos como una pérdida - como pasear libres por la calle, dar un beso o un abrazo, ir al cine, al bar o ir al fútbol - eran gestos de nuestro cotidiano que hacíamos muchas veces sin descubrir la fuerza de poder actuar en libertad, sin imposiciones del poder.

Descubrí esta sensación cuando hace unos días fui a dar la mano a un amigo y él me retiró la suya. Me había olvidado del virus y pensé que mi amigo podía estar ofendido conmigo. Fue como un escalofrío de tristeza.

A veces abrazamos y besamos y nos movemos en libertad sin saber el valor de esos gestos que realizamos casi mecánicamente. Cuando los padres sienten a veces el peso de tener que llevar a los niños al colegio y los dejan allí con un beso rápido ahora aprecian, después del coronavirus, la emoción de que tu hijo te pida un beso o te tome por la mano. Y apreciamos la fuerza de un abrazo, del tacto, del estar juntos solo cuando nos niegan esa posibilidad.

Solo cuando el virus nos encierra en nuestras casas y limita nuestros movimientos nos damos cuenta de lo triste que es la soledad forzosa, y entendemos mejor el abandono de los presos y los excluidos. Solo cuando se nos impide acercarnos a nuestros animales de compañía, descubrimos la maravilla que es el poder acariciarles y abrazarles.

Si en la cotidianidad somos, como decía Saramago, ciegos cuando no apreciamos la fuerza de la libertad, también, muchas veces, amando no amamos y libres nos sentimos esclavos. Lo que nos parece fatiga y castigo de lo cotidiano, se revela como el mayor valor. Cuando nos privan de esa cotidianidad nos sentimos esclavos, porque el hombre ha nacido para ser libre.

En la obra de Saramago, Ensayo sobre la ceguera tan recordada en estos momentos de tinieblas mundiales, en la que toda una ciudad se queda ciega y la gente es enclaustrada, se descubre mejor nuestra falta de solidaridad y egoísmo. El escritor es duro en su novela al hacer de aquellos ciegos la metáfora de una sociedad donde cada uno, en los momentos de peligro y angustia, piensa solo en sí mismo.

La única que redime aquella situación perversa de los ciegos, es una mujer, la esposa del médico, la única que no ha perdido la vista y se hace pasar por ciega para ayudar a los que lo son. A aquella mujer la representan hoy los italianos que desempolvan sus voces para aliviar la soledad de sus vecinos que sus notas adoloridas.

Que en estos momentos el dolor colectivo nos ayude a vencer nuestro atávico egoísmo cotidiano, al revés de los ciegos egoístas de la novela de Saramago.

Que la tragedia del coronavirus consiga transformarnos en el futuro en guías y ayuda amorosa de los nuevos ciegos de una sociedad que muchas veces parece no saber dónde caminar y que cuando goza de la libertad añora la esclavitud.

Que el dolor de hoy se transforme en toma de conciencia de que vale más la libertad de las aves del cielo que la esclavitud que nos imponemos cuando somos libres. Que el mundo no caiga en la tentación de los esclavos que Moisés había redimido de la esclavitud de Egipto y que, mientras los conducía por el desierto hacia la libertad, seguían prefiriendo las ollas de cebollas del tiempo de la esclavitud al maná que dios les mandaba desde el cielo. No existe mayor bien en este planeta que la libertad que nos permite amar y sufrir sin sucumbir.

Y ante la catástrofe del coronavirus que podría acabar alcanzándonos a todos, se quiebren en Brasil las trincheras entre bolsonaristas y lulistas para sentirnos solidarios en una misma preocupación. En el dolor y la calamidad colectiva sentimos que somos menos desiguales de lo que pensamos y que, al final, las lágrimas no tienen ideología.

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