Secretos de sastre
La sastrería artesanal gana adeptos en España gracias a una nueva generación de profesionales que reivindican procesos, gestos y rituales capaces de convertir un traje o una chaqueta en creaciones de lujo en las que ninguna puntada se da al azar.
Uno de los enseres más valiosos de Mario Zafra son unas enormes tijeras de acero templado. “Son inglesas, tendrán más de 60 años”, explica mientras afina con ellas el corte de una futura chaqueta de esmoquin. Resistentes y robustas, si se afilaran de manera incorrecta, quedarían inservibles. El día en que eso suceda, tendrá que reemplazarlas con un modelo de calidad inferior. O acudir al mercado de segunda mano para encontrar unas originales a la venta porque hace años que dejaron de fabricarse. “Ya no hay tanta demanda como antes”, sentencia Zafra, que recuerda que cuando se templaron, en los años sesenta, “todo el mundo tenía su sastre”. Hoy la mayoría de los hombres emplea trajes de confección —es decir, comprados por tallas en tiendas convencionales— y la sastrería ha quedado convertida en un sector minoritario. Especialmente la sastrería artesanal —equivalente a la bespoke inglesa—, que es la que practica Zafra en la tienda madrileña Yusty, y en la que todo se hace a medida y a mano durante un proceso que exige un mínimo de 50 horas de trabajo y varias pruebas presenciales. Sin embargo, minoritario hoy no quiere decir residual ni decadente, sino exclusivo. Y por eso, paradójicamente, en una época de pocos sastres, se ha convertido en un ejemplo perfecto de lujo contemporáneo.
Cinta métrica en mano, Zafra toma medidas para una chaqueta. Es el primer paso del proceso y exige apuntar seis cifras. “Talle y largo de chaqueta, ancho de espalda, pecho, cintura y largo de manga con el brazo doblado, para evitar que se acorte demasiado al gesticular”, enumera. Parece sencillo, pero no lo es. Especialmente porque la experiencia de un sastre comienza ahí donde acaba la teoría. Es decir, en la práctica y la intuición. “Somos muy fisonomistas”, apunta. “Tenemos que interpretar al cliente. Hacerle una foto mental y conseguir que en la primera prueba todo sea lo más real posible”. Ahí es donde entran en juego conceptos sutiles, más propios de la escolástica que de un oficio artesanal. Uno de ellos es el aplomo, un sustantivo que alude al modo en que la chaqueta se adapta a la anatomía y postura del cliente. “Tiene que estar compensada, ni corta ni larga”, explica Zafra. “Cada hombre es distinto. Unos caminan más rectos, otros van más cargados. Y eso hay que tenerlo en cuenta para compensar el delantero con la espalda y evitar que se formen arrugas”.
En el taller, el sastre traduce toda esa información sobre el tejido gracias a reglas, escuadras y guías. Aquí no hay patrones base. Cada pieza de tejido se marca y corta a partir de las medidas de cada hombre. Es la fase más rápida, pero también la más decisiva. Una semana después, el cliente acude para una primera prueba en la que “aún no ve nada”, explica Zafra. O, dicho de otro modo, sí ve algo —una chaqueta hilvanada, sin mangas, llena de marcas e indicaciones—, pero sin las claves para descifrarlo. Para él, sin embargo, es la fase más importante. “Todavía se puede cambiar algo”. En el probador, el modista se coloca a la izquierda del cliente y ajusta una mitad —la otra la ajustará posteriormente, a modo de espejo— realizando marcas con el jaboncillo de sastre, una especie de tiza plana que se borra fácilmente. En total, la prueba no dura más de 10 minutos. Desde el inicio, y salvo cambios drásticos, se trabaja sin toiles ni bocetos, directamente sobre el tejido definitivo. Es arriesgado, pero también el único modo de abordar el peso, el espesor o la caída del tejido. Cuando la tijera hiere la tela no hay marcha atrás.
Tras la primera prueba se hacen marcas definitivas, se descose la pieza, se afina y se vuelve a cortar para montar de nuevo la prueba. “Se descose muchas veces”, resume Zafra. La americana que surge de esta fase, la que el cliente se probará semanas después, es más compleja y más completa. En ella, por ejemplo, se aprecian hilvanes, marcas y piezas de algodón, lana o crin de cabello y camello que se unen entre sí con pequeñas puntadas y que ayudan a aportar estabilidad y cuerpo a ciertas partes de la chaqueta. Construir esta arquitectura interna, que queda oculta a la vista por el forro que la recubre, es un trabajo laborioso que en la confección industrial se suele sustituir por adhesivos termofijados. Pero sin este virtuosismo casi invisible, la sastrería artesanal perdería su razón de ser.
A pocas calles de distancia, la Sastrería Serna, capitaneada por Agustín García Montero, funciona también a pleno rendimiento. Este antiguo establecimiento combina hoy su función anterior —elaborar uniformes militares— con la confección de trajes de civil. En el taller situado en el sótano, Charo, una de las oficialas, trabaja sobre una chaqueta. “Este es el uniforme español”, bromea García para referirse a la chaqueta de traje azul marino con bolsillo recto y solapa clásica que tiene entre manos. El modelo que él viste es algo menos canónico: un traje de tres piezas —es decir, con chaleco, chaqueta y pantalón— en un tejido de lana marrón a cuadros. Un diseño con aires del pasado que García Montero ha trasladado al presente con un patrón más entallado y algunas de sus señas de identidad, como la manga ligeramente abultada en torno al hombro y las solapas altas, “para alargar la figura”.
En el taller de Sastrería Serna, hoy, una de las oficialas está volviendo los cantos. Así se denomina a una técnica de costura que permite coser la pieza delantera y trasera de la solapa exactamente en el perfil mediante una puntada prácticamente invisible. Es una operación delicada que aporta la tensión necesaria para evitar que las solapas de la chaqueta giren hacia dentro. “Hay que tener en cuenta las pequeñas cosas”, explica García Montero, nacido en 1981. Otra de esas pequeñas cosas es el forro de la chaqueta, “que encoge al cabo de los años”.
El trabajo del artesano es calcular esa posible variación e incorporarla a la medida. Pero tampoco esto está en los libros. Desarrollar la técnica definitiva es tarea de cada uno. De ahí el secretismo casi monástico que rodea a una profesión consistente en repetir una y otra vez los mismos gestos hasta perfeccionarlos y darles un giro propio. Y también su legendaria alergia al cambio, que sigue provocando encendidos debates entre sastres de distintas generaciones. La transformación, en todo caso, sigue sucediendo y viene dada por las nuevas necesidades de los clientes. “Hoy no es viable dar seis meses de plazo de entrega como antes”, apunta Zafra. “El cliente se cansa y hay que hacerle venir lo menos posible. Hay que facilitarle las cosas, porque hay herramientas para ello. Y nuestra misión es que el trabajo siempre tenga la misma calidad”. Por eso, después de elaborar la primera chaqueta o el primer traje, el sastre traslada esas medidas definitivas a un patrón para futuros encargos.
El itinerario formativo de este oficio de silencios es lento y esforzado, siempre bajo los principios de la enseñanza de maestro a discípulo. Para alcanzar el grado más elevado, el de maestro —“es quien sabe hacer todo el proceso, desde el corte hasta el ojal, que es lo más difícil”, explica Zafra— se requieren años. García Montero, por ejemplo, bautizó su sastrería en honor al sastre Cecilio Serna, con el que trabajó durante casi dos décadas, primero como botones y después como aprendiz. Desde hace seis años es su propio jefe y el de un equipo formado por una ayudante, dos oficialas y un aprendiz. Es un profesional de nuevo cuño y como tal ejerce como tesorero en la Asociación Española de Sastrería (AES), una entidad en la que también figura Zafra como vocal. Ambos coinciden en que esta actividad tiene futuro siempre que se comunique de forma adecuada y con las herramientas necesarias. De momento, han creado un sello de calidad para identificar la sastrería artesanal y otro para la industrial. En ambos casos la certificación se otorga después de analizar y estudiar el funcionamiento del taller, su método de trabajo y sus estándares de calidad. También han firmado un convenio con la escuela IADE para empezar a impartir cursos especializados. Son pasos cautelosos pero necesarios en una industria en la que el deseo de innovación y la pedagogía conviven con el respeto a la veteranía.
La trayectoria de Mario Zafra es un ejemplo. Su padre, Santiago Zafra, estuvo durante décadas al frente de la sastrería de la firma Loewe. Cuando su hijo comenzó a estudiar en La Confianza, una veterana institución de la capital, los responsables de Yusty acudieron a la escuela en busca de un aprendiz. Era 1995 y el joven Zafra, con 19 años, entró a formarse en este establecimiento, emblema de la elegancia masculina madrileña, junto al sastre Manuel Duque. Cuando acabó se encontró ante una encrucijada. “No podía pasar por encima de mi maestro, así que fui a trabajar a la sastrería de El Corte Inglés”, explica. Allí pasó nueve años. Cuando Duque se jubiló, Zafra le sucedió en el cargo. “Este oficio tiene sus propias fases y la última destreza que se adquiere es la necesaria para estar en el probador”, concluye. Es ahí donde le dejamos trabajando. Entre los mismos espejos que vieron la primera toma de medidas, desvela el aspecto final de la chaqueta. Bajo la naturalidad de una prenda perfecta fluye la vida subterránea de las entretelas, los patrones, los talleres y los artesanos. Pero si el sastre hace bien su trabajo, solo el portador y quizás algún espectador experto serán capaces de percibirlo. En el código de este oficio lujoso y preciso es más que suficiente.
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