Otro cisne negro
China ha pasado, de improviso y sin solución de continuidad, de la Ruta de la Seda a la Ruta del Virus
La Gran Recesión, que presentó sus primeros balbuceos en el verano del año 2007 con las hipotecas locas, fue un cisne negro. Casi nadie había previsto lo que iba a ocurrir, y los que lo hicieron no fueron escuchados, como Casandra, y tratados de derrotistas. Un profesor de ciencias de la incertidumbre (¡quién si no!) de origen libanés y nacionalizado estadounidense desarrolló entonces la metáfora del cisne negro y convirtió su libro del mismo título (editorial Paidós) en un extraordinario best seller. Nassim Taleb decía que un cisne negro era un suceso improbable cuyas consecuencias son muy importantes, una tormenta en medio de un cielo estrellado y sin nubarrones que desencadena un huracán. Un cisne negro tiene tres características: es una rareza porque nada puede apuntar de modo convincente a esa posibilidad; produce un impacto tremendo; y la naturaleza humana hace que se inventen explicaciones después del hecho, con lo que entonces se hace interpretable y predecible.
El coronavirus es otro cisne negro.
Nadie lo esperaba y estamos en medio de él. Hay que ser cauto sobre sus consecuencias sanitarias, económicas y políticas, porque van a depender de su duración y profundidad, y de si se sigue expandiendo geográficamente de modo exponencial, como hasta ahora. Hasta el momento está poniendo en jaque a los sistemas sanitarios de los países en los cuales se ha manifestado, y hundiendo a las Bolsas de valores como primera expresión de la desconfianza económica que genera. Eso son los hechos; las expectativas sobre su evolución, ahora, son pésimas en territorios como el turismo, el transporte aéreo, el comercio, el automóvil, la tecnología, el lujo, el transporte aéreo, etcétera. La demanda de los nacionalismos extremos de que se cierren las fronteras entre países acentuaría la fase de desglobalización en la que el planeta se halla inmerso en los últimos tiempos.
Uno de los principales factores geopolíticos de este cisne negro es la aparición de una suerte de revancha antichina, aprovechando que el primer lugar en que emergió el coronavirus fue el país asiático. Una especie de chinofobia, con ganas de ajustar cuentas con las tensiones del pasado inmediato, se ha acentuado. Se corroboran los bélicos tuits de Donald Trump del pasado verano, en el momento de las guerras comerciales, tecnológicas y de divisas. Algunos de los más expresivos decían: “No necesitamos a China y francamente estaríamos mucho mejor sin ella”, o “La economía de EE UU es mucho más grande que la de China. ¡Lo mantendremos así!”.
Se había teorizado que las permanentes confrontaciones, casi estructurales, entre EE UU y China eran un ejemplo de lo que se denomina “trampa de Tucídides”: cuando una gran potencia en ascenso discute su papel hegemónico a la superpotencia dominante ya existente, con el objeto de sustituirla en ese papel hegemónico. La contradicción está en que, por una parte, los chinofóbicos observan con sonrisa irónica ese “autoarancel” que supone el coronavirus chino (mientras no llegue a sus países), y por la otra, saben que si China no se normaliza con rapidez se multiplicarán los problemas en la cadena de distribución mundial. Su presidente, Xi Jinping, ha manifestado en muchas ocasiones su pretensión de liderar sin complejos la globalización liberal.
Globalización y desglobalización, China ha pasado, de improviso y sin solución de continuidad, de la Ruta de la Seda a la Ruta del Virus. Aunque su crecimiento económico se ha reducido —como está ocurriendo en otras partes del mundo—, conserva potencialidades que inquietan a los EE UU de Trump, que la ha convertido en su principal enemigo: la posición excepcional de China ante el desarrollo de la revolución tecnológica del 5G, que ha provocado las cortapisas impuestas a su gigante empresarial Huawei, argumentadas como una amenaza para la seguridad nacional; o su fortaleza financiera, con unas reservas de divisas de casi 4 billones de dólares, entre los cuales hay 1,1 billones en bonos americanos. Cualquier movimiento de esas divisas provocaría inmensos dolores de cabeza a las autoridades americanas en primer lugar, y luego del resto del mundo
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