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CARTA DESDE EUROPA
Tribuna
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La Europa sumergida, entre el pasado y el futuro

'Doggerland', la tierra que durante la Prehistoria unía Gran Bretaña con el continente, contiene un poderoso mensaje sobre el calentamiento global

Guillermo Altares
'Paisaje nevado con patinadores y trampa para pájaros', de Pieter Brueghel el joven.
'Paisaje nevado con patinadores y trampa para pájaros', de Pieter Brueghel el joven.

Europa fue una vez un lugar geográficamente muy diferente. Hasta hace unos 8.000 años existía una tierra ahora sumergida llamada Doggerland que unía la actual Gran Bretaña con el continente. Es un lugar muy difícil de investigar con los medios técnicos actuales, pero que tiene sus fanáticos, que dedican su tiempo libre a buscar huellas humanas en ese inmenso territorio ahora engullido por el mar —la escritora británica Julia Blackburn publicó el año pasado un libro ilustrado sobre ellos, titulado Time Song: Journeys in Search of a Submerged Land—.Pescadores del mar de Norte han encontrado huesos de mamuts, numerosos restos arqueológicos han ido emergiendo en las playas, incluso han aparecido huellas de seres humanos en fondos marinos. La subida del mar al final de la última glaciación inundó ese espacio y creó una tierra fantasma. Esta Atlántida de la prehistoria se alza como uno de los muchos indicios que nos recuerdan hasta qué punto el clima ha influido en lo que es Europa en la actualidad.

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Doggerland sigue siendo un misterio cuya existencia muchos europeos ignoran. Desapareció en un momento relativamente reciente, cuando ya se habían construido las primeras ciudades en Oriente Próximo y la revolución neolítica se encontraba en pleno apogeo. Ya existían los dioses y las primeras Administraciones se habían puesto en marcha. La agricultura y la ganadería no tardarían en cruzar el Mediterráneo. Un progresivo calentamiento global transformó primero los paisajes europeos, que pasaron de la tundra al bosque, y luego incluso la geografía, conforme fue subiendo el nivel del mar. Y no ha sido ni de lejos el único.

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Los historiadores se están interesando cada vez más por la forma en que el clima ha influido en la historia. Numerosos documentos y relatos muestran cómo la vida de millones de personas se vio afectada por cambios climáticos más o menos rápidos. El ejemplo más analizado es la pequeña edad de hielo, que en los siglos XVI y XVII convirtió en un calvario la existencia de los habitantes del hemisferio norte y que investigadores como Philipp Blom (El motín de la naturaleza; Anagrama) o Geoffrey Parker (El siglo maldito; Planeta) han analizado a fondo. Es un periodo cuyo máximo símbolo son los cuadros de Pieter Bruegel el Viejo, como su Paisaje nevado con patinadores y trampa para pájaros, del que existen diferentes versiones y copias realizadas por su hijo en Viena, Bruselas o Madrid. Es un cuadro que refleja una época durísima, de hambre y frío, en la que se tenían que cazar pájaros con una trampa rudimentaria para poder comer.

Las evidencias históricas de que el clima influye de manera decisiva en la humanidad son tan abrumadoras que resulta desconcertante no solo que haya negacionistas, sino que no sea la prioridad número uno de todos los Gobiernos. La lucha contra el cambio climático tendrá consecuencias a corto plazo sobre la economía, y en algunos sectores la reconversión será ardua. Pero, a medio plazo (y seguramente mucho antes de lo que pensamos), no hacer nada nos lleva a la catástrofe. Y la historia de Europa es el espejo en el que podemos mirarnos: en este caso, ignorar el pasado es también ignorar lo que nos depara el futuro. Las causas del cambio climático en el pasado se mantienen como un misterio y no se deben a la acción humana. No se pudo hacer nada. Ahora, la situación es muy diferente: no solo podemos detener un proceso del que somos responsables, sino que además sabemos lo que pasó y lo que pasará. Sabemos que los cambios en el clima acabaron con civilizaciones, se tragaron montañas y pueblos, transformaron el litoral, convirtieron territorios en islas. Pero, además, lo más grave es que sabemos lo que nos puede deparar el futuro, no solo a través de las predicciones de los científicos, sino del presente.

Europa no solo puede mirarse en el espejo de los gélidos cuadros de Bruegel, en los restos de pueblos olvidados que alguna vez poblaron Doggerland, sino que también puede contemplar en directo lo que ocurre en otros territorios más expuestos. El verano que acaba de padecer Australia es el ejemplo más claro, porque casi el 70% de los habitantes de la inmensa isla continente han sufrido los efectos de la estación más desoladora que se recuerda: incendios forestales imposibles de detener que han devorado millones de hectáreas y convertido en irrespirable el aire de ciudades normalmente despejadas y agradables, un calor insoportable desde la primavera y problemas de agua.

Europa, sobre todo el sur, es un continente especialmente propenso a los incendios: un 40% de su territorio está cubierto por masa forestal, pero, según datos de la UE, en 2019, los bosques devorados por incendios aumentaron en un 15% con respecto a la década anterior. Da igual que se mire hacia atrás o hacia delante, el mensaje no puede estar más claro: las praderas perdidas que hace milenios unieron Inglaterra con Europa forman parte del pasado, pero también del futuro. Incluso del presente.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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