No somos saltimbanquis
España no es un país de políticas oportunistas, de pillos de ocasión. Lo fue, no debe jamás volver a serlo
España es el país de la gente seria del Sur de Europa: trabajadora, comprometida, fiable. Este no es país de saltimbanquis, de políticas oportunistas, de pillos de ocasión. Lo fue, no debe jamás volver a serlo.
Así que la tentación de distanciarse del núcleo duro de la Europa comunitaria —la que ha restaurado su encaje y su verdadera razón de ser nacional— resultaría un puro disparate.
Lo fue ya cuando el infausto y fracasado intento de José María Aznar de apalancarse en alianzas supuestamente flexibles inspiradas en el modo anglosajón, bajo la secreta advocación del nefasto precedente Franco-Eisenhower.
Aquella moda, vehiculada a través del efímero noviazgo con Michael Portillo y otros fanáticos neoliberales, brexiteros avant la lettre, acabó como debía: en el fiasco de las Azores, la guerra de Irak y el ridículo más idiota.
Sorprende que esta tentación reverbere bajo mandato socialista: pregunten a sus mayores y aprenderán que nada de lo que España ha conseguido de (y aportado a) Europa se deslinda de su alineamiento con la tripleta Francia/Alemania/Comisión. Ni la cohesión; ni el empeño mediterráneo; ni la ciudadanía europea. Ni tampoco la perspectiva de una Europa social, con una pata monetaria cómplice en vez de rival.
Es cierto que las cosas han cambiado desde los años ochenta. Pero el Brexit no es una llamada a que otros ocupen el lugar en el podio de la locomotora francoalemana a la que el Reino Unido jamás quiso encaramarse. Salvo para controlarla y para ejercer su dimensión defensivo-militar, esa envidiada capacidad de guerrear de los ingleses.
Supone, en cambio, la urgencia de fijar un núcleo duro más amplio a la Unión, en tiempos de riesgo de dilución, de fragmentación y de deshilachamiento.
Un núcleo duro dirigente e impulsor —descartemos las evocaciones a los directorios— del núcleo duro objetivo que constituye la eurozona: función que no pueden cumplir quienes están fuera del euro (Polonia) ni quienes dudan cada fin de semana (Italia).
La locomotora europea no se esfuma por las periódicas gripes de París o Berlín, que por supuesto las tienen. Está ahí, pues es causa fundacional de la Unión (la paz) y recurso dirimente ante cualquier desconcierto: otorga gravitas a las posiciones francoalemanas en relación a toda cumbre o Consejo Europeo decisivo.
Pero España acredita activos dignos de completarla: es el principal éxito de integración de la segunda generación (los no fundadores); la economía joven más dinámica y el socio con mayor profundidad geoestratégica: hacia el Mediterráneo, hacia Latinoamérica. Nada que ver con la migrada proyección alemana al patio trasero de la Europa oriental.
Este país ofrece también un punto de encuentro entre el federalismo alemán y el estatismo francés; entre la pasión europeísta y el pragmatismo atlántico; entre la vocación germana hacia sus países sanguíneos y la retórica francesa de una Europa del Atlántico a los Urales; entre las raíces agrícolas y la vocación industrial/de servicios; entre los países grandes y los socios periféricos.
No hay pues espacio para unas pretendidas “geometrías variables” en sus alianzas europeas. El lugar de España flanquea el rol de Francia y Alemania: por vocación europeísta y refundacional de la Unión Europea.
Otra cosa es que no deba reaccionar contra ciertas flaquezas de sus socios principales. Si Berlín se retranquea en los empeños por la unión monetaria, la unión bancaria, la unión presupuestaria de la eurozona y un verdadero presupuesto de la Unión, habrá que mantenerlos, buscar más amigos, influir y convencer.
Igualmente, si París flirtea en discutibles nominaciones para las instituciones, o con el intergubernamentalismo que trocó el proceso de Barcelona en una Unión Mediterránea de menor empaque, levántese alternativa.
Pero siempre desde la lealtad cómplice. Desde dentro del podio.
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