La niña entre los muertos
Gracias a Ceija y a sus hermanos, notables músicos, los gitanos tienen hoy voces que cuentan su memoria. Sobrevivieron al nazismo, pero sufren el racismo
A los 12 años, Ceija jugaba entre los muertos. Les hablaba, se reía con ellos, a veces, rebuscando, se hacía con un trozo de tela y les ataba la mandíbula, para que no estuvieran los pobres de cara al cielo, deshonrosamente, con la boca abierta. Los muertos se apilaban en montones enormes y Ceija, que no les tenía miedo porque su madre le había enseñado a dialogar con ellos, se protegía con sus cuerpos del frío. Mejor que dentro del ruinoso barracón, la niña se hacía un sitio entre los cadáveres para calentarse: primero introducía los pies y luego iba arrastrándose hasta que solo le quedaba fuera la cabeza. La mayoría de los muertos estaban huecos, porque había prisioneros que, aferrándose a lo más sagrado que es la vida, subsistían con las vísceras, se comían un corazón. Pero ni Ceija ni su madre eran capaces. Sidonie, madre de Ceija, era capaz de machacar lana hasta convertirla en una especie de harina con la que alimentaba a la niña. Por fortuna, los tejidos entonces no eran sintéticos y, como decía la madre, todo lo que proviene del animal se puede comer. El gran hallazgo de la pequeña Ceija fue un arbolito medio pelado que se esforzaba por crecer en aquella tierra estéril donde los nazis ubicaron el campo de exterminio de Bergen-Belsen. Gracias a las escasas hojas que le iban creciendo Ceija sobrevivió. Cuando el campo fue liberado, Ceija perdió la vista con el primer bocado que le dieron los ingleses. Algunos presos morían por no poder digerir comida tras tanto tiempo de inanición.
Ceija Stojka, gitana austriaca, pasó 35 años sin contarle a nadie su historia en los campos. Los campos, en plural: primero fue Auschwitz, luego Ravensbrück y, finalmente, Bergen-Belsen, donde los moribundos respiraban el último aliento entre los muertos. Tanto es así que los ingleses, conmocionados, palpaban a los vivos porque a veces no los distinguían de los cadáveres. Cuando todo acabó y Ceija y su madre se reunieron con el resto de la familia en Viena, la que fuera niña en los campos decidió callar, como así hicieron la mayoría de los gitanos que sobrevivieron a un exterminio en el que perecerían entre 200.000 y 500.000. El Porrajmos, como se denomina en romaní el intento de exterminación de la comunidad gitana por los nazis, fue dolorosamente eludido por las autoridades austriacas a la hora de la compensación, y también por los estudiosos, que se centraron en la Shoá. Ceija se tiñó de rubia y trató de pasar desapercibida en una sociedad que seguía siendo racista con los suyos. Pero la muerte de un hijo despertó de golpe su conciencia y con la ayuda de Karin Berger, documentalista, reconstruyó esa historia silenciada, que hoy podemos leer en ¿Sueño que vivo? Una niña gitana en Bergen-Belsen, y contemplar en los impresionantes cuadros que se exhiben en el Reina Sofía. Ceija fue una pintora tardía que volcó con poderosa intuición artística lo que sus ojos infantiles vieron. De la exposición y de la lectura de sus recuerdos se sale trastornada. Gracias a Ceija y a sus hermanos, notables músicos, los gitanos tienen hoy voces que cuentan su memoria. Sobrevivieron al nazismo, pero sufren el racismo. Mi teoría es que lo que salvó la vida a la pequeña gitana fue el amor materno y un invencible sentimiento de comunidad. Siempre en los márgenes ellos, siempre en deuda nosotros.
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