Caso por caso (Clínica La Estancia, Popayán)
Estar de parte del aborto es comprender que se trata de un asunto de salud pública, de equidad de género, de justicia social, de obediencia a la Constitución
Si algo enseña la literatura es el peligro de la generalización. Resulta fácil odiar a alguien cuando se le abstrae como arrancándole el alma, y se le somete a ser parte un grupo –resulta fácil odiar una clase social o una nacionalidad o una profesión–, pero cuando uno va por la vida caso por caso, como lo hacen las ficciones, suele descubrirse del lado de gente que desprecia en teoría. Digo esto porque, aun cuando la empatía y la información hayan ido creciendo en estos años, sigue siendo común que se les revictimice a las mujeres que han tomado su decisión de abortar llamándolas “asesinas de bebés” o escupiéndoles padrenuestros en las puertas de los centros en donde se va a llevar cabo la interrupción voluntaria del embarazo. Y hay que ser una de ellas para sentir ese dolor irrepetible e inevitable.
Si se conocen de primera mano las historias de las mujeres que han abortado aquí en Colombia, si se va caso por caso hasta notar que toda aquella que llegó a esa medida lo hizo porque la alternativa era mucho peor, tarde o temprano se reconoce que estar de parte del aborto es comprender que se trata de un asunto de salud pública, de equidad de género, de justicia social, de obediencia a la Constitución, de respeto de las libertades individuales y las creencias ajenas: si algo ha enseñado la literatura, desde que se dio, es cuánto les ha costado a las mujeres ser graduadas de individuos. Hoy en día el procedimiento es legal si corre riesgo la salud física o mental de la mujer, si se detectan malformaciones en el feto y si el embarazo es causado por una violación. Y, sin embargo, sigue habiendo setenta muertes al año por culpa de intervenciones clandestinas.
Se trata de un tema lleno de trampas. Ya ha soltado el inescrupuloso e investigado de Donald Trump, en la marcha del viernes pasado en Washington, que “los niños no nacidos nunca han tenido un defensor más fuerte en la Casa Blanca”. Ya ha dicho la lejana Iglesia criolla, tan mala para ir caso por caso, que “la vida es sagrada desde la concepción hasta la muerte”. Pero, luego de recibir un par de demandas enardecidas que pedían castigar la interrupción voluntaria en todas sus causales, en nuestra Corte Constitucional se estudia la posibilidad de despenalizar por completo el aborto en las primeras doce semanas de gestación. Resulta increíble que no sea así. Que, en vez de dar refugio a la dignidad, la autonomía y la intimidad de las colombianas, se siga persiguiendo, saboteando y criminalizando a quienes van a hacerlo.
En el parqueadero de la clínica La Estancia de Popayán, por estos días de discusiones atizadas, se ha visto a un muchacho que pide a su novia que no aborte a un hijo de siete meses –con familiares y pancartas y amenazas de fiscalías–, pues, según ha repetido a los fascinados medios, en este caso “no existe ninguna de las tres causales que contempla la Corte”. Ella ha dicho lo suficiente: “No me siento bien ni preparada para asumir un parto”. Y se trata de un drama en tres actos, claro que sí, pues el conflicto, o sea el dolor de él, es obvio, pero hoy es el día para entender que la protagonista es ella, que su salud sí está en peligro, y que, así como no hay evidencias de las secuelas mentales de un aborto, han sido probados por la ciencia los daños psicológicos que causan los estigmas a las mujeres que han acudido a interrumpir sus embarazos.
Si algo se aprende en las novelas, de unos siglos para acá, es que las leyes deberían ser generalizaciones que no dañan, pues justamente buscan preservar al individuo. Quiero decir que la ley colombiana no fuerza a nadie a abortar, ni podrá, ni podría, sino que protege la vida y la honra de aquellas que tarde o temprano van a hacerlo.
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