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ARCHIPIÉLAGO
Columna
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En vivo y en directo (Pogue, Bojayá)

Hace unos pocos días de este enero las nuevas bandas paramilitares le dieron a Leyner Palacios dos horas para salir de la región

Ricardo Silva Romero
iglesia de Bojayá
La iglesia de Bojayá, en el Chocó, destruida tras el ataque de las FARC en el año 2002.

El jueves 2 de mayo de 2002 a las 10:45 de la mañana, luego de un par de alertas tempranas emitidas por la Defensoría del Pueblo de aquel entonces, 79 civiles murieron sepultados y 98 más fueron heridos en la iglesia de Bojayá –en el estratégico e invisible Chocó– luego del estallido de una pipeta en medio de otro salvaje y endemoniado y colombiano combate entre las FARC y las autodefensas por las rutas del narcotráfico. El defensor de derechos humanos Leyner Palacios, que se ha dedicado a representar a las víctimas del conflicto, perdió ese día a sus padres, a tres de sus hermanos y a veintiocho parientes más. Y, sin embargo, como si el 96 por ciento de la población no hubiera votado sí a los acuerdos de paz, como si el tiempo del horror hubiera pasado para nada y 2002 y 2020 fueran la misma pesadilla con los mismos números, hace unos pocos días de este enero las nuevas bandas paramilitares le dieron a Palacios dos horas para salir de la región.

Ya en 2002 se vivía la barbarie colombiana en vivo y en directo, como si sucediera en Irak y los ciudadanos de acá no tuviéramos alternativa a ser espectadores, a punta de alertas tempranas y llamados de auxilio y pequeños párrafos en los periódicos y videos de un par de minutos en los noticieros. En este 2020, que empezó lleno de humo, sí que están claros tanto el comienzo como el desarrollo del sitio cruel de Bojayá –y el fin, el tercer acto, no llega– porque todo está siendo contado en tiempo real por las redes sociales. Ya se emitieron las alertas. Ya se contaron los ultimátums a 16 líderes sociales. Se denunciaron las nuevas minas sembradas por ahí. Se supo de varias incursiones de paramilitares preparados para disputarse los corredores con el ELN. Se supo de la llegada de 300 al amenazado corregimiento de Pogue. Se pidió inversión social en vez de presencia de un ejército “que nos pone más en riesgo”.

Y si se trata de repetir la historia, como poniendo en escena la tragedia de un país que no ha sido capaz de la solidaridad, solo falta que llegue la masacre, que se cuenten los muertos y que se lamente el sino colombiano desde la barrera.

En vivo y en directo, mientras el emblemático The Washington Post se atreve a invitar a los turistas norteamericanos a visitar esta tierra de paisajes que por fin consiguió librarse de una de sus tantas guerras, estamos viendo un Gobierno enfrascado que insiste en librar la guerra contra las drogas que perdimos desde el comienzo, que insiste en la aspersión aérea que no ha servido para impedir que este país siga siendo el gran productor de cocaína de este mundo, que insiste en jugar con el ELN el juego de que el Estado colombiano es un tramitador de rendiciones que solo negocia sobre la base de que no hay nada por negociar, e insiste en plegárseles a los Estados Unidos de Trump –que no todos los son ni siquiera en pleno contraataque de los fundamentalismos– aunque nunca sea claro lo que quiere Trump.

En vivo y en directo, en plena firma del acuerdo de paz en septiembre de 2016, las alabaoras de Pogue cantaron “Oiga señor presidente / Hágasenos para acá / Y con esos otros grupos / Díganos qué va a pasar”. En vivo y en directo, hace muy poco, el padre Sterling Londoño explicó al Gobierno cómo todo estaba dándose para resucitar la catástrofe y el propio Leyner Palacios escribió en el diario El Espectador: “Tengo frustración y miedo pues todo se está repitiendo”. Vamos a ver si esta es otra época. Vamos a ver si este no es el Gobierno de Pastrana. Y si estos gritos de redes consiguen que los funcionarios, los verdugos, las víctimas y los ciudadanos no se sigan portando como testigos de una ceremonia de sangre que a todos se les sale de las manos.

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