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Restaurantización

Antes la gente venía a Madrid porque los bares no cerraban y ahora vienen porque siempre hay un restaurante nuevo

Donde usted ve al honrado propietario de una ferretería, dentro de un mes verá al feliz camarero de una taquería.
Donde usted ve al honrado propietario de una ferretería, dentro de un mes verá al feliz camarero de una taquería.Foto: Getty
Daniel García López

Me cuenta una amiga que en el colegio la llamaban cursi y, cuando se lo decía a su madre, ella respondía: “Cariño, tú no te preocupes, ser cursi es tener ilusión”. Lo pienso mientras voy camino a casa: vivo en un barrio que está muy bien, tiene una placita con árboles, zapatero, terrazas donde tomar cerveza y aceitunas, un sitio donde arreglan lámparas, otro donde reparan televisiones, otro de yoga para niños y alrededor de 1.200 panaderías de distinto calado y condición. O sea, cursi, pero lo justo. Madrid, 1-Gentrificación, 1.

“La capacidad destructiva de la invasión comercial es irreversible y una ciudad, amalgama de millones de historias, intercambios, ambiciones y pequeñas maravillas, puede ser sepultada en poco tiempo por una invasión homogeneizadora de negocios disfrazados de progreso” Juan Herreros, arquitecto 

Aunque hace poco me cogí un cabreo mayúsculo cuando cerraron una ferretería estupenda que tenía debajo de casa. Era muy grande, tenía de todo y los dependientes eran típicamente madrileños: bordes o simpáticos según el día, cuando no a la vez. El caso es que cuando cerró, culpé a la hostelería. “Ya está, otro restaurante”, pensé. El fantasma de la turistificación de nuestras ciudades, y más concretamente el de su restaurantización, volaba bajo y en círculos sobre mi cabeza. Como cualquier ciudadano de bien, me enfadaba muchísimo la idea de que en mi ferretería fueran a abrir la enésima neotaberna donde consumir gildas y vermú. Pero no, ni neotaberna ni ramen ni poké ni cebiche ni Cristo que lo fundó.

En la ferretería abrió un local de gamers, un sitio donde la gente se sienta a jugar a videojuegos. Suelen reunirse grupos de amigos que hablan y comen hamburguesas felizmente dispuestos alrededor de la pantalla: es una escena mucho más alegre que decadente, lo sé porque la veo a través de las grandes vidrieras del local cada vez que vuelvo a casa. Y entenderán mi frustración al no poder indignarme ni echarle la culpa a nadie. Los dioses del turismo, de las micromodas grastronómicas y del gintonic en copa de balón estaban limpios.

La gastronomía española, todos lo sabemos, ha demostrado ser una de las más ricas e innovadoras del mundo y, como sector, es el único que realmente ha sabido pelear con la crisis. Descubrir nuevos locales se ha convertido en el nuevo deporte nacional: uno siempre va una novedad gastronómica por detrás y la próxima siempre puede estar a la vuelta de la esquina. Antes la gente venía a Madrid porque los bares no cerraban y ahora vienen porque siempre hay un restaurante nuevo, como en Nueva York. Nos expresamos con la comida. Nos refugiamos en la comida. Hace poco otro amigo me llamó por teléfono, le pregunté qué tal y me respondió que fenomenal: “Acabo de nadar, me voy a fumar un porro y luego me pienso comer una butifarra blanca que me he comprado en El Corte Inglés, que estoy hasta la polla de ser vegano”. Si hay un termómetro para medir la civilización y la temperatura moral de un país y de sus habitantes, es la comida.

Descubrir nuevos locales se ha convertido en el nuevo deporte nacional: uno siempre va una novedad gastronómica por detrás y la próxima siempre puede estar a la vuelta de la esquina

Pero, si comer y alternar son, oficialmente, la nueva Movida, y si donde antes hubo droga, alcohol infernal y fiesta hasta las tantas ahora hay cocina de producto, Ribera del Duero y fiesta hasta las dos, ¿dónde está el problema, si es que lo hay? Lo explica, con palabras mucho más precisas que las mías, el arquitecto Juan Herreros: “La capacidad destructiva de la invasión comercial es irreversible y una ciudad, amalgama de millones de historias, intercambios, ambiciones y pequeñas maravillas, puede ser sepultada en poco tiempo por una invasión homogeneizadora de negocios disfrazados de progreso”. Es un fragmento del catálogo de Cities, la exposición que comisarió el año pasado en la galería Moisés Pérez de Albéniz.

En resumen, que una cosa es un restaurante y otra son cien, iguales, uno al lado de otro. Por eso me ha dado tanta alegría que en otro viejo local de mi barrio haya abierto un nuevo negocio, un sitio rarísimo para hacerte masajes en los pies. Y conste que a la ferretería iba una vez al año, me encantan las gildas y el Ribera del Duero y, como cursi que soy, si algo tengo es ilusión.

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Sobre la firma

Daniel García López
Es director de ICON, la revista masculina de EL PAÍS, e ICON Design, el suplemento de decoración, arte y arquitectura. Está especializado en cultura, moda y estilo de vida. Forma parte de EL PAÍS desde 2013. Antes, trabajó en Vanidad y Vanity Fair, y publicó en Elle, Marie Claire y El País Semanal. Es autor de la colección ‘Mitos de la moda’.

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