Viaje a las tripas del primer cronógrafo automático
En el 50º aniversario de El Primero, nos adentramos en el valle suizo que lleva tres siglos desafiando los límites de la relojería.
ALLÍ DONDE NO hay motivos para mirar la hora, hay un valle que vive del reloj. Donde más superflua parece la medición del tiempo, en las aldeas que dormitan a la sombra del macizo del Jura, al oeste de Suiza, los chavales sueñan con ser relojeros. Christian Jubin, 79 años, era uno de esos chavales. A los 12 Jubin entró por primera vez en la relojería de su pueblo y se enamoró del oficio. Cuatro años más tarde comenzó a estudiarlo y en 1969, con 29, revolucionó el sector con el primer cronógrafo automático. En cuestión de meses la electrónica condenó su invención a la obsolescencia y a Jubin al olvido. Hoy, en el 50º aniversario de aquella hazaña, Jubin vuelve al taller donde forjó aquel legendario mecanismo para hacer lo que más le gusta: hurgar en el tiempo.
En la manufactura de la marca Zenith, en Le Locle (10.000 habitantes), cantón de Neuchâtel, Jubin recuerda el objetivo con el que le contrataron: “Teníamos que ser los primeros en crear un cronógrafo automático e integrado, con 36.000 alternancias por hora [a más movimientos, más preciso el reloj]”. La hazaña era triple, y la competencia, feroz: Seiko, Heuer, todos querían ser los primeros. Nadie había logrado crear un cronógrafo, es decir, un reloj con cronómetro, al que no hiciese falta dar cuerda, ergo, automático. Además, en 1969 los mecanismos rondaban las 18.000 alternancias por hora. A Jubin le encargaron duplicarlos. Por si fuera poco, la máquina debía estar compuesta por un solo engranaje con el que cronometrar y medir el tiempo a la vez para que el reloj no abultase en la muñeca. Por ser pionero en tantas cosas, esta firma decidió bautizar su invención como El Primero.
Cuenta Jubin que aquello supuso un hito para la región: “Todo el equipo éramos de aquí, era un producto 100% local”. Cincuenta años después, el cantón de Neuchâtel sigue latiendo al ritmo del tictac de las 273 relojerías repartidas por la región. Uno recorre los cinco kilómetros que separan Crêt-du-Locle de Le Locle y reconoce hasta 14 logos de empresas relojeras grabados en los edificios a ambos lados de la carretera: Cartier, Tissot, Rolex, Patek Philippe, TAG Heuer… Bloques de acero y cristal que emergen de la niebla de la campiña suiza, entre vacas y maizales.
Como explica Laurence Bodenmann, 36 años, directora de Heritage de Zenith, esta tradición nace, precisamente, de la niebla. Esta región de Suiza se ve asolada por un clima duro. Sus habitantes, ante la imposibilidad de trabajar el campo en los días de lluvia, se recluían en sus casas. En el siglo XVII, influenciados por la tradición artesanal importada por los hugonotes que empezaron a llegar de Francia, los campesinos del valle del Jura se pusieron a trabajar con cerrojos durante esos días lluviosos. De ahí pasaron a los relojes, fabricando piezas sueltas que vendían para el posterior ensamblaje hasta que comenzaron a trabajar bajo un mismo techo, dando lugar a las primeras manufacturas, como la que se fundó en 1865 bajo el nombre de Zenith.
Jubin recogió el testigo de esa tradición meses antes de que una invención estuviese a punto de sumirla en la obsolescencia. El primer reloj de cuarzo salió al mercado en diciembre de 1969. Bajo el nombre de Astron, el mecanismo de Seiko fue un meteorito que impactó en el corazón de la producción suiza. Más preciso, más moderno y, con el tiempo, también más barato, el cuarzo puso en jaque al reloj mecánico, la especialidad de las manufacturas de Neuchâtel. La industria se desplomó: entre 1970 y 1988 el número de empleados del sector relojero suizo se redujo de 90.000 a 28.000. El mundo y el propio Jubin se olvidaron de El Primero.
En 1971 Zenith pasó a estar en manos estadounidenses, que marcaron una nueva línea de producción: el cuarzo sería el futuro. Las herramientas que habían servido para crear relojes mecánicos, incluido El Primero, debían ser tiradas o vendidas. Pero Charles Vermot, compañero de Jubin, decidió desafiar el nuevo mandato y escondió la maquinaria en un desván de la fábrica. Allí estuvo nueve años acumulando polvo mientras un piso más abajo, en los talleres, la firma se volcaba en el cuarzo. En 1978 la empresa cambió de nuevo de propietarios, que decidieron apostar por los relojes mecánicos. Pero faltaban las herramientas. Desde la polvorienta buhardilla que las alojó, Jubin cuenta cómo Vermot condujo a sus nuevos jefes hacia lo que supondría la salvación de la firma. En el taller, Martine Bole, 53 años, ataviada con bata, dedales de goma y un monóculo que ha amarrado a sus gafas con cinta aislante, repara un reloj mecánico.
“La gente no quiere saber la hora. Quiere mostrar que tiene gusto, dinero o que está a la última en desarrollo tecnológico”, dice un experto
Bole lleva 27 años en Zenith. Lo suyo viene de familia. Son 12 hermanos; seis trabajan en la industria del reloj. “Desde que entré ha llegado mucha gente joven a la empresa, la edad media ha bajado. Las escuelas de relojería están llenas”, dice. Cuenta Jubin que en los años ochenta tenía 4 alumnos en su clase de horología. En 2005 eran más de 30. También las ventas se han disparado: mientras que en 1987 Suiza exportó 1,7 millones de relojes mecánicos, en 2017 fueron 7,2, según la Federación Suiza de Relojería. “Se ha recuperado el savoir-faire”, explica Bole. El concepto responde a la idea suiza de pericia. Para Bole significa capacidad de innovar, e innovar en este sector supone dos cosas: precisión y complicación.
Complicación es el nombre que recibe cada función del reloj. Medir el tiempo, los días de la semana, las fases lunares, todo eso son complicaciones. El objetivo es ir sumándolas al mecanismo, perfeccionarlas y precisarlas. Ya hace mucho que el cliente dejó de beneficiarse de ellas. “El reloj ha perdido su funcionalidad”, explica Bodenmann. Entonces, ¿por qué se sigue vendiendo? “El cliente no quiere saber la hora. Quiere mostrar que tiene gusto, dinero o que está a la última en desarrollo tecnológico”. Vivimos en una era en la que todo es efímero, nada es palpable, todo está a un clic, argumenta Bodenmann. “Un reloj, en cambio, es algo real”. Y probar sus límites emociona. Por eso, igual que hizo Jubin en 1969, en el valle del Jura siguen hurgando en las tripas del mecanismo que los puso en el mapa hace 300 años.
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