La fuente de la desconfianza es el clima
Lo estremecedor de los desastres ecológicos es que no acaban de dar la cara; es decir, que son “catástrofes sin acontecimiento”
hora ya no hay vuelta atrás, la fuente de todos los temores es y será el cambio climático. Un aperitivo narrativo nos lo encontramos en la quizá mejor novela distópica aparecida en los últimos años, The Wall (2019), el muro, de John Lanchester, donde se nos describe una Gran Bretaña fortificada detrás de un inmenso muro de hormigón. Con las playas desaparecidas, el muro se mimetiza con toda la línea de costa y cumple la misión de evitar que entren “los Otros”, quienes vagan desesperados por el mar huyendo de las consecuencias de una catástrofe ecológica que recibe el nombre de “El Cambio”. No se nos dice qué lo ha provocado, pero sí que quienes por su modo de vida lo facilitaron —la generación de los mayores— viven protegidos gracias al sacrificio de los jóvenes, obligados a varios años de durísimo servicio de vigilancia sobre las gélidas defensas. Y bajo el riesgo de ser abandonados en el mar si alguno de los Otros consigue entrar por la zona que tenían asignado controlar. Es una espléndida alegoría de cómo el núcleo ético que subyace al cambio climático es la justicia intergeneracional. Y se alimenta de miedos bien presentes ya en nuestros días, como la potencial invasión de refugiados climáticos y la subida del nivel de los océanos.
En toda ella el frío está omnipresente, en curioso contraste con lo que supuestamente lo ha provocado, el calentamiento global. En eso y en su visión posapocalíptica se parece a La carretera (2006), de Cormac McCarthy, que ya es un clásico de esta literatura. Aquí tampoco se especifica cuál es exactamente la causa de la devastación de casi toda la vida natural y humana que contemplan un hombre y su hijo en su épico recorrido hasta el mar. Todo parece indicar que pudo haber sido un conflicto nuclear, aunque lo importante es la conclusión: el potencial aniquilador del hombre y cómo, privados de los frutos de la naturaleza, se vuelve contra sí mismo y se ve obligado a recurrir al canibalismo; una verdadera situación hobbesiana, el hombre como lobo para el hombre. Curioso, se vuelve al “estado de naturaleza” cuando ya no hay naturaleza.
Por muy sobrecogedoras que sean estas muestras literarias, a mi juicio se quedan en la situación ex post, después de la catástrofe, cuando lo que de verdad nos interesa es la definición del proceso hacia ella. Esa es la narración que nos falta, porque lo estremecedor de los desastres ecológicos es que no acaban de dar la cara; es decir, que son “catástrofes sin acontecimiento”. Contrariamente al impacto de un meteorito, un estallido nuclear o erupciones volcánicas masivas, la devastación ecológica, por mucho que sea ya bien perceptible, no puede reconducirse a un suceso específico. ¿Alguien sabe, por ejemplo, cuál vaya a ser el efecto a largo plazo de los microplásticos? Sólo sabemos que en algún lugar del tiempo habrá un punto de inflexión a partir del cual ya no hay retorno. En esto seguro que los científicos nos ayudarán más que los novelistas o guionistas. Y los políticos, si es que los impulsamos a evitarlo.
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