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Columna
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Matar por si acaso

Todos los superlativos le vienen pequeños al millonario en la Casa Blanca, cuya pericia y desfachatez son tan asombrosas como creativa

Juan Jesús Aznárez
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, durante un acto de campaña en Ohio.
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, durante un acto de campaña en Ohio.SAUL LOEB (AFP)

El conflicto entre la verdad y la política planteado por Hannah Arendt sigue sin resolverse desde mucho antes de que el presidente Roosevelt prefiriera no decir la verdad si le servía una mentira, y de que Eisenhower afirmara en 1960 que el avión espía U-2 estadounidense derribado en el espacio aéreo soviético era una nave de investigación meteorológica. La captura del piloto malogró el engaño. Dicen que el general mintió sin saber que lo hacía porque la credibilidad era parte de su personalidad, de la misma manera que la mendacidad casi totaliza la identidad de Donald Trump. Pero ahora resulta que el embustero número uno del planeta dijo la verdad: el avión ucraniano que cayó cerca de Teherán fue derribado por un misil iraní.

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Vivimos en un mundo en el que nada es blanco o negro, sino que todo es gris, con mayor tendencia a la negrura o a la blancura, pero gris, así que hasta los fuleros compulsivos dicen alguna vez la verdad, asemejándose a los relojes rotos: al menos dos veces al día dan la hora correcta. Todos los superlativos le vienen pequeños al millonario en la Casa Blanca, cuya pericia y desfachatez son tan asombrosas como creativa, por ejemplo, la acusación a Cuba de 2016: la dictadura ataca acústicamente a nuestros diplomáticos en la isla.

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Los funcionarios testimoniaron haber sido víctimas de chillidos, zumbidos y percusiones desquiciantes de origen desconocido, posiblemente armas sónicas susceptibles de dañar la estructura cerebral y la conectividad funcional y, fundamentalmente, de demostrar la perfidia castrista. Aquella patraña fue tan efímera como la llamada al entonces presidente de México, Peña Nieto, que dijo haber realizado y nunca se produjo. Tampoco existió la democracia de Aristóteles, el Gobierno filosófico fundamentado en el diálogo de quienes buscan la verdad.

Lo cierto es que el régimen de los ayatolás asesinó a 176 personas, y que antes, mientras jugaba al golf, Trump pidió la lista de condenados a muerte por el Pentágono y eligió al general Soleimani. Su asesinato sorprendió tanto que la estupefacción le obligó a buscar una excusa. Se le ocurrió decir que planeaba destruir la embajada de Estados Unidos en Bagdad, y que tenía pruebas que no difundiría porque ser secretísimas, tanto como las que justificaron la invasión de Irak para destruir los imaginarios arsenales de destrucción masiva.

Aunque su secretario de Estado parecía no estar al tanto, le secundó enfatizando que, efectivamente, el general iraní era muy malo pero que no tenían ni idea de dónde ni cuándo pensaba ejecutar sus fechorías. Algunos mandos estadounidenses inyectaron algo de coherencia al asunto: fue una operación defensiva, o dicho de otra manera, un ataque preventivo, de esos en los que alguien asesina a alguien porque sospecha que trama algo. Si sospechas que tu pareja o tu socio pueden traicionarte, pues los matas antes. Después, sales por peteneras, como Estados Unidos.

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