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Columna
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Beisboliana de Año Nuevo

El béisbol es casi el único lugar, en todo nuestro roturado paisaje público, donde no nos ofusca la existencia del otro bando

Ibsen Martínez
Aficionados venezolanos durante un partido de béisbol.
Aficionados venezolanos durante un partido de béisbol.Getty

¿Por qué los venezolanos hemos tratado las reglas del béisbol con muchísimo más respeto que a nuestra veintena de constituciones?

He ahí un tema retador y acaso frondoso, digo yo.

Hicimos nuestro el béisbol hacia 1895, lo que significa que nos hemos atenido a sus reglas durante más de un siglo, sin recusarlas, sin que a nadie se le haya ocurrido jamás proponer cambiarlas.

Y un siglo venezolano es muchísimo más de lo que haya podido perdurar, entre nosotros, cualquier otro cuerpo de convenciones, de derecho público o privado. Las reglas del béisbol han permanecido intactas entre nosotros durante de la mitad de nuestra vida "republicana", de apenas doscientos años, durante los cuales hemos redactado una veintena de constituciones a razón de una cada siete años.

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¿Qué hay en esas reglas de un juego entre equipos que han logrado armonizar tan bien con el talante nacional, de suyo descontentadizo, arbitrario, propenso a la montonera y al caudillismo? ¿Qué hay de civilizatorio en el béisbol?

Hugo Chávez, fascinado por su propia biografía, fingía admitir que su móvil primigenio para ingresar en la Academia Militar fue el de hacerse lanzador zurdo en el equipo de cadetes y dejar oportunamente la carrera militar tentando suerte en una liga profesional. Es llamativo que la hagiografía fidelista afirme que Fidel Castro era tan talentoso como lanzador que los desaparecidos Senadores de Washington llegaron a hacerle una oferta, allá por 1948.

A primera vista, luce incongruente que un militar nacionalista de izquierda radical como Chávez no haya abominado del béisbol como de una novelería extranjerizante: más consistente con su ideario telurista, habría sido exaltar otros pasatiempos, otros fastos premodernos del músculo y los reflejos, como podrían serlo los toros coleados o la caza del tigre mariposo con horqueta y lanza.

Pero lo cierto es que en su devoción por el béisbol, tan afín a la que profesa Andrés Manuel López Obrador, y sin saberlo él mismo, Chávez no traicionaba en absoluto su antimperialismo, por la sencilla razón de que no se trata de un juego originario de los Estados Unidos Así como se lee: el béisbol no es, hablando estrictamente, un juego estadounidense.

Lo sabemos gracias a que, en 1939, al aproximarse el pretendido primer centenario de la invención del béisbol, atribuida a Abner Doubleday, un héroe de la Guerra de Secesión, el presidente Roosevelt solicitó a una comisión bicameral que estableciese con precisión y sin lugar a dudas el sitio, la fecha y las circunstancias en que surgió el pasatiempo nacional.

La investigación, a su vez encomendada a un equipo de historiadores, tomó en cuenta fuentes hasta entonces tan poco atendidas como podrían ser la correspondencia femenina entre Estados Unidos e Inglaterra durante las primeras décadas del siglo XIX, o las anotaciones del diario íntimo de un gran neoyorquino: Walt Whitman.

A la hora de emitir su veredicto, la comisión no se embozó en patrioterismos de conveniencia para congraciarse con el público: dictaminaron de modo tajante que el embrión de lo que para 1839 y en el estado de Nueva York dio en llamarse «base ball» o «baseball» era un juego muy practicado a fines del XVIII en el sur de Inglaterra, llamado «rounders».

Gracias a investigaciones tan exhaustivas como la del Congreso americano, hoy sabemos que, hacia 1890, un puñado de caraqueños, todos ellos vinculados a casas comerciales de lo que laxamente hoy llamaríamos "oligarquía criolla", se trajo de Baltimore o de la mismísima Nueva York, no solo los aperos para jugar «pelota base» en las vegas de El Paraíso. Tuvieron además la precaución de no fiarse de su memoria y trajeron también una copia del libro de reglas.

Una versión autorizada atribuye la primera versión al castellano de las reglas del béisbol impresa en Venezuela a un insuficiente traductor caraqueño que no alcanzó a iluminar para sus contemporáneos la intrincada operación jurídica en virtud de la cual las reglas del juego toleran el robo de bases como táctica ofensiva.

Esto vendría a explicar porqué los venezolanos jugaron béisbol sin robarse jamás una base hasta que, ya en 1918, durante un partido entre un equipo criollo semi profesional y un itinerante equipo de estrellas boricuas, uno de los visitantes se lanzó en carrera en un descuido del lanzador y se paró en la segunda almohadilla.

Ardió Troya porque los venezolanos no concebían semejante acción al-borde-pero-dentro-de-las-reglas y hubo que suspender el partido, aplacar los ánimos, apelar a un libro de reglas en inglés y someterlo a un ardua operación de traducción y exégesis simultáneas que solo al cabo de mucho argumentar logró zanjar la discusión, dejando de paso deslumbrados a los venezolanos con la nueva de que era perfectamente lícito robarle tiempo al pitcher y correr hacia segunda sin aguardar lo que buenamente pudiese hacer el bateador.

Quizá para resarcirnos del tiempo perdido produjimos durante el resto del siglo pasado tantos y tan reincidentes estafadores de bases, como Luis Aparicio y David Concepción.

Hasta aquella tarde de 1918 habíamos sido concienzudos e inflexibles ortodoxos en materia de reglas de juego, y aunque haya sido por equivocación, eso no deja de ser una singularidad histórica en un país que se pasó casi un siglo alzado, produciendo desde 1810 una nueva constitución, ya lo hemos dicho, a razón promedio de una cada siete años. Tomó apenas un rato interpretar el texto, concluir que el robo de bases era consistente con el cuerpo de reglas y reanudar el partido.

Algo cívico se cifra para los venezolanos en los mitemas de un diamante de noventa pies por lado, algo que a su manera se impuso y supo cultivarnos hasta el punto de que, entre tanto infructuoso y frustrante “inventar o errar” – el lema es de Simón Rodriguez, el roussoniano maestro de Bolívar− , no nos sedujo nunca el disparate de adoptar las variantes cimarronas del béisbol feral que se juega en los baldíos y que aquí llamamos “caimanera”.

A despecho de su apasionada y estrepitosa calidad banderiza que opone cada año a aficionados que en las graderías se fingen irreconciliables, el béisbol es casi el único lugar, en todo nuestro roturado paisaje público, donde no nos ofusca la existencia del otro bando.

A pesar de no saber responder a la pregunta con que comencé esta bagatela de fin de año, brindo sin embargo por el béisbol y por los venezolanos que desde hace más de un siglo han hecho posible por estas fechas la lúdica celebración de la convivencia que son las decembrinas mañanas de pelota en toda Venezuela.

¡Feliz Año para todos!

@ibsenmartinez

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