La última escenificación del amor incondicional de Iñaki Udangarin y la infanta Cristina
El primer permiso del cuñado de Felipe VI desde que ingresó en la cárcel en junio de 2018 ha reflejado la unión inquebrantable de la pareja y sus cuatro hijos y su alejamiento de la familia real española
Sonrientes, de la mano y orgullosos de mostrar su unión. Así aparecieron Iñaki Urdangarin y Cristina de Borbón junto a sus cuatro hijos y la familia del exdeportista en Vitoria, donde el yerno de Juan Carlos I y doña Sofía pasó las Navidades en su primer permiso desde que ingresó en prisión en junio de 2018. Si alguien pensaba que llegaría a su ciudad natal, donde vive su madre Claire Liebaert y la mayoría de su familia, para ocultarse y no dar la cara, se equivocó. Si alguien creyó que la infanta Cristina se mantendría esquiva para evitar habladurías, también lo hizo.
El paseo por la ciudad vasca, camino de la iglesia a la que toda la familia acudió para ir a misa en la mañana del día de Navidad, fue una escenificación en toda regla del amor incondicional que la pareja, y especialmente la hija de los reyes eméritos, ha querido proclamar a los cuatro vientos. Un desafío a quienes apostaban por una separación de la Infanta para salvar los muebles de la Casa Real y una auténtica declaración de hacia dónde se inclinan hoy por hoy sus afectos. En un plano más personal, las fotografías que inmortalizaron el momento reflejaban la alegría de un encuentro en libertad, un atisbo de normalidad para una familia marcada para siempre por el caso Nóos.
Quien ahora recurra a ese dicho tan descriptivo "de aquellos fangos, estos lodos", como forma de dar por cerrada cualquier reflexión, probablemente no recuerden el principio de esta historia, cuando Urdangarin era un jugador de balonmano que formaba parte de la selección española y del equipo olímpico y comenzó a ver a escondidas a la infanta Cristina ayudados por la complicidad de sus amigos. Se casaron en Barcelona, la ciudad donde ambos vivían por trabajo, el 4 de octubre de 1997. Si alguien entonces hubiese tenido que apostar por aquella pareja que no paraba de sonreír y mirarse a los ojos, habría dicho que serían felices y comerían perdices para siempre. La princesa se casaba con el deportista, él era guapo y semiperfecto, su familia tenía clase y los Reyes y sus otros hijos, Elena y Felipe, aceptaron al nuevo miembro con la seguridad de que aquello iba a ir bien, muy bien.
El cuento continuó durante años: tuvieron cuatro hijos, Juan Valentín (20 años), Pablo Nicolás (19), Miguel (17) e Irene (14); vivían en Barcelona, veraneaban en Mallorca y esquiaban en Baqueira. La pareja era guapa, sus hijos eran guapos y todos sonreían tanto cuando estaban juntos que cualquiera habría pedido una porción de esa vida idílica para sí mismo. Iñaki, incluso, había sabido dar el salto del deporte al mundo de la empresa. Diplomado en Ciencias Empresariales por la Universidad de Barcelona, licenciado en Administración y Dirección de Empresas y con varios másteres en su currículo, en 2004 fue nombrado vicepresidente primero del Comité Olímpico Español y un año antes se había asociado con su antiguo profesor de ESADE, Diego Torres, para dirigir la Asociación Instituto de Investigación Aplicada, que se rebautizó como Instituto Nóos.
Pero cometió un error flagrante: comprar un chalet en 2004 en el exclusivo barrio de Pedralbes, un palacete de 1.200 metros cuadrados y cerca de 1.300 metros cuadrados de jardín por el que pagaron seis millones de euros y casi otros cuatro millones para realizar una reforma integral. Por muy buen sueldo que la infanta Cristina tuviera en la Fundación La Caixa (alrededor de 220.000 euros anuales como directora del Área Internacional de la Obra Socia más la asignación real que recibía) y por muy bien que le fueran los negocios a su marido, la ostentación de la compra comenzó a levantar sospechas sobre el origen de los ingresos que garantizaban ese tren de vida.
En junio de 2006 Urdangarín dejó la presidencia de la Fundación Nóos, comenzó a trabajar para Telefónica y en agosto de 2009 un conveniente traslado a Estados Unidos le alejaba del ojo del huracán que comenzaba a barrerlo todo a su paso. El 17 de febrero de 2017 Iñaki Urdangarin fue condenado a seis años y tres meses de prisión por diversos delitos de corrupción en el caso Nóos. La Audiencia Provincial de Baleares, en una de las sentencias más esperadas de los últimos años, absolvió a la hermana de Felipe VI de los dos delitos fiscales de los que únicamente la acusaba Manos Limpias, pero consideraba que se benefició de los delitos de su marido y le impuso que devolviera 265.088 euros que cargó a la tarjeta de crédito de la mercantil Aizoon, que compartía al 50% con su marido.
El cuento había saltado por los aires y antes lo habían hecho las relaciones de la infanta Cristina con su propia familia, obligada a poner un cordón sanitario con la pareja para que la institución monárquica no se viera más afectada aún por el escándalo. En 2018 se llegó a afirmar que la separación de la infanta Cristina y su marido era inminente, que volvería al entorno familiar y a la protección de su privilegiada familia. Nada más lejos de la realidad, Cristina aguantó el tirón, se mostró firme en su relación matrimonial, estrechó lazos con su familia política, convertida en su refugio afectivo, y ha visitado a su esposo durante el casi año y medio que lleva preso en la cárcel de Brieva, Ávila. Eso sí, discretamente para que su fotografía entrando en un centro penitenciario no exista de cara a la opinión pública.
La primera salida de prisión de Urdangarin no ha significado otra cosa que la confirmación de una realidad que todo el mundo daba por cierta: Cristina e Iñaki no claudican como pareja y familia. La escisión con los Borbón, al menos de puertas hacia afuera y en fechas señaladas, es una evidencia, y los Urdangarin se han convertido en la familia plebeya que arropa a otra, la creada por su hijo y hermano, dispuesta a rehacer su vida aunque nunca más sean ejemplo de que la princesa que se casó con un plebeyo fue feliz y ejemplo sin tacha para siempre.
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