Prohibiciones, reyes e 'influencers': la azarosa historia del árbol de Navidad
Hoy las redes sociales están repletas de imágenes de árboles decorados, naturales o artificiales, pero los orígenes de esta costumbre están tan enmarañados como una guirnalda de luces el 7 de enero
El pasado 9 de diciembre la influencer Chiara Ferragni compartió con sus 17,9 millones de seguidores en Instagram el momento en que su hijo comenzaba a decorar el árbol navideño de su casa. La foto del árbol iluminado, rodeado de peluches y cajas de regalo, acumula a fecha de cierre más de 850.000 likes, pero la cifra sube si se suman las otras fotografías de la misma temática que la italiana ha colgado en sus redes sociales. Convertido en artillería pesada para redes sociales, el árbol de Navidad es una imagen unívoca y que genera empatía. Pero también un artefacto cultural cuya historia es, en cierto modo, la de las navidades modernas.
Si nos atenemos a los hechos, el primer posado navideño de la historia fue el que publicó The Illustrated London News en 1846. Era una ilustración que mostraba a la Reina Victoria y su familia congregada alrededor de un árbol decorado en el Palacio de Buckingham. Que la monarca se adhiriera de un modo tan claro a una costumbre que algunos consideraban pagana y otros simple y llanamente extranjera tuvo un efecto dominó. Pocos años después, los árboles de Navidad ya eran una costumbre entre todas las clases sociales. Las altas lo aprovechaban para engalanar sus salones y, las más desfavorecidas, para introducir un tipo de decoración relativamente asequible. Y unos y otros presentían que aquello era algo muy nuevo y muy antiguo a la vez.
Lo cierto es que decorar con ramas con motivo de ocasiones especiales es algo casi tan antiguo como la decoración misma. Y celebrar el solsticio de invierno como una de esas ocasiones especiales es algo tan ancestral como la astronomía. En todo caso, la creación mítica del árbol de Navidad se atribuye a Martin Lutero, el reformador protestante. Hay numerosos grabados que muestran al teólogo en su casa, con su familia, en torno a un arbolito decorado con velas. Según un relato incluido por Bernd Brunner en Inventing the Christmas Tree, la inspiración le habría asaltado una noche de 1535, al regresar a casa y contemplar el cielo estrellado. Lo cierto es que, como recoge Brunner, no se puede comprobar el carácter real o apócrifo de la anécdota. Si nos atenemos a los datos, el primer árbol de Navidad en Wittenberg, la ciudad de Lutero, está documentado en el siglo XVIII. Sí se sabe, por ejemplo, que ya en 1765 Goethe vio un árbol de navidad con velas en Leipzig e introdujo esa costumbre en la corte de Weimar.
En Estados Unidos tardó algo más en calar esta costumbre porque, desde la óptica puritana, se consideraba inmoral y frívolo decorar las casas con motivo de una fiesta sagrada. De hecho, una ley aprobada en 1659 en Massachusetts prohibía penalmente cualquier tipo de celebración navideña que no fuera estrictamente una misa. Hasta que, bajo la influencia británica, la moda impuesta por la reina Victoria no cruzó el Atlántico no hubo árboles de Navidad en América más allá de las colonias alemanas. Pero cuando llegó, lo hizo por todo lo alto: en Europa los árboles eran pequeños abetos dispuestos a altura, generalmente sobre una mesa, pero en Estados Unidos aumentaron de escala: se posaban en el suelo y llegaban literalmente hasta el techo, tal y como reflejan películas americanas.
Dado que la idea de unir vegetación y fuego suscitaba inmediatamente el temor del incendio, los sustitutos más seguros y aptos para entornos domésticos son casi tan antiguos como la costumbre misma. En 1870, por ejemplo, ya había árboles metálicos con pequeños quemadores de gas, y a finales del siglo XIX en Berlín ya se había introducido la electricidad en este tipo de artiligios. De ahí a prodigios técnicos como el árbol que cada invierno se instala en el Rockefeller Center de Nueva York (por primera vez en 1933) hay un paso.
Adorno doméstico por excelencia, a su popularidad también contribuyeron los posados fotográficos navideños de la prensa social: aunque hoy la idea de ver a alguien engalanado y sosteniendo una copa de champán junto a un árbol decorado pueda resultar algo añeja, el principal atractivo de estos reportajes era permitir a los lectores colarse en las casas de los famosos. Mención aparte merecen los posados navideños con que las casas reales felicitan las fiestas a sus súbditos; en un contexto enormemente protocolario, son uno de los pocos momentos en que la vida doméstica y privada de los monarcas queda a la vista del público. La reina Isabel II se Inglaterra, sin ir más lejos, ha seguido esta costumbre a lo largo de todo su reinado, haciendo buena la lección de márketing personal establecida por su tatarabuela a mediados del siglo XIX. Incluso aunque, en alguna ocasión, y en tiempos de austeridad, la suntuosidad de su decoración navideña haya sido motivo de críticas.
Hoy el árbol de navidad vive su particular crisis de conciencia. En primer lugar, porque desde hace años los expertos alertan sobre su impacto ecológico: cultivados en plantaciones exclusivamente comerciales y utilizados durante apenas un mes al año, no son precisamente un ejemplo de cómo optimizar recursos naturales. La solución es trasplantarlos y mantenerlos durante todo el año, pero resulta difícil en viviendas pequeñas y, especialmente, en países mediterráneos en los que el abeto no es una especie autóctona. En cualquier caso, su presencia en las casas occidentales puede leerse como una demostración de influencia anglosajona, pero también como un vestigio pagano de la costumbre, tan antigua como la civilización misma, de decorar el hogar con amuletos en forma de ramas y árboles.
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