Un año de furia
El programa de la extrema derecha española es, en el fondo, profundizar una contrarreforma liberticida ya en curso
Hay una ley universal del periodismo que determina que la amabilidad con la que un medio de comunicación trata un disturbio es directamente proporcional a la distancia que separa las barricadas del lugar de publicación de la noticia. La imagen de unos universitarios en Hong Kong lanzando enormes piedras a la policía con una catapulta es recibida en España como una sana expresión del compromiso juvenil con la democracia, la libertad de expresión y el Estado de derecho. La quema de un contenedor en Barcelona es, en cambio, un caso flagrante de terrorismo de baja intensidad, obra de unos niños de papá que se merecen que caiga sobre ellos una plaga bíblica de brutalidad policial.
Esta ley de hierro periodística tiene el efecto secundario de impedirnos alcanzar una visión de conjunto de las conexiones entre distintas movilizaciones que tienden a ser tratadas como episodios heterogéneos. A lo largo de 2019 han menudeado los días de furia colectiva en las calles de Francia, Chile, Hong Kong, Colombia, Ecuador, Irak, Líbano y Cataluña, con el precedente inmediato de Rumania y el Black Lives Matter en Estados Unidos. Han sido manifestaciones muy distintas con diferentes niveles de urgencia y legitimidad, pero tal vez sean el síntoma de un nuevo ciclo antagonista, mucho más desencantado que el de la primera década de la crisis económica.
La Gran Recesión desató por todo el mundo movimientos que aspiraban a profundizar en la democracia y extender los derechos sociales: la primavera árabe, el 15M, los Occupy, YoSoy132, Nuit Debout… En general, predominaron los medios pacíficos y asamblearios que trataban de generar consenso entre una amplia mayoría social. La idea dominante era la ejemplaridad colectiva: la movilización ciudadana mostraría cómo se hace de verdad la democracia para así rescatar las instituciones políticas de su secuestro por los esbirros de la banca.
Una década después ha eclosionado una segunda oleada de manifestaciones impulsadas por gente, a menudo muy joven, que no se hace ilusiones respecto a la posibilidad de reiniciar el sistema y sienten una desafección extrema hacia la policía y la judicatura. En los inicios de esta década, millones de personas acusaron a los políticos de haberse desentendido de sus obligaciones para aliarse con las élites económicas, de no hacer, en suma, su trabajo. Cada vez más activistas parecen convencidos de que políticos, policías y jueces están haciendo exactamente su trabajo: proteger a los ricos y sus propios privilegios. Es una suposición verosímil para quienes, sin ir más lejos, han crecido viendo cómo un comisario de policía manipulaba la democracia española por encargo de bancos a los que hemos regalado 60.000 millones de euros, el equivalente al PIB de Senegal.
Y es, sobre todo, la respuesta a una oleada antidemocrática característica de la Gran Recesión en su fase avanzada. Tras un primer ciclo de austericidio y terapia de shock financiero, las clases altas de todo el mundo han dado su nihil obstat a las intervenciones iliberales, ya sea el destropopulismo europeo o el golpe de Estado racista en Bolivia. La peculiaridad española es la continuidad entre ambas etapas reactivas: aquí desde el primer momento hemos vivido una espiral represiva cuyo último episodio es la ley mordaza de Internet.
Cabría pensar que el principal problema de seguridad pública en un país en el que cientos de políticos y empresarios han pasado por los tribunales es la corrupción. La vigorosa respuesta gubernamental a esta criminalidad sistémica ha sido entorpecer el derecho de movilización y expresión de personas que, entre otras cosas, protestan contra la corrupción. Por eso ningún otro país europeo ha recibido con tanta normalidad el ascenso de un partido que cuenta entre sus filas con un impactante número de skinheads neonazis. El programa de la extrema derecha española es, en el fondo, modesto: profundizar una contrarreforma liberticida ya en curso. Si los reaccionarios españoles aspiran a hacer historia cerrando medios de comunicación, persiguiendo a políticos de izquierdas o impidiendo la supervisión ciudadana del trabajo policial se van a llevar un chasco: llegan con años de retraso.
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