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Columna
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Un avión de regreso y otro de ida

Vengo a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara desde hace más o menos 20 años: primero como lector y ahora como lector y como escritor

Emiliano Monge
Una vista general de la FIL en Guadalajara.
Una vista general de la FIL en Guadalajara. Héctor Guerrero

Tras contarme su vida en cinco frenéticos minutos, el señor que viaja sentado a mi lado, en el avión que me llevará de regreso al otrora DF, pregunta: ¿usted a qué se dedica?

Soy escritor, escupo tras un par de segundos, con la vergüenza y la inseguridad con la que he respondido a esta pregunta desde hace cuando menos quince años. Ah... Escritor, repite el hombre, visiblemente decepcionado.

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Luego, tras tomar la revista del asiento que tiene delante, hojearla sin apenas detenerse y devolverla a su sitio, el señor —cuya edad se atrinchera bajo varias capas de bótox— se gira nuevamente hacia mí, me observa fijamente e insiste, justo cuando el avión despega de Guadalajara: o sea que escribe... ¿Pero a qué se dedica?

¿Cómo?, respondo extrañado, al mismo tiempo que mi mente cuenta hasta veinte —alguna vez, un piloto me dijo que el 82 por ciento de los accidentes aéreos suceden durante aquellos primeros segundos de vuelo—. Algo más hará usted... ¿No? Digo... Algo fuera de su tiempo libre, me lanza el hombre del rostro de película del canal de las estrellas, a quien un bigote excedido de tinte convierte en un muñeco de ventrílocuo.

Tras dudar un instante entre humillarlo, explicarle lo que significa ser escritor —asunto, por otra parte, que se vuelve mucho más complicado de lo normal, tras haber enfrentado, de manera intensiva, las vanidades, las ínfulas, las pretensiones, los egos y las reglas que miden, casi siempre entre aquellos que no son pero que se creen escritores, quién la tiene más grande (y hablo de hombres, pero también de mujeres)— o mentirle, elijo mentirle al señor que, con la ansiedad típica del patrón, espera mi respuesta.

Tengo un banco de microcréditos... Abuso y endeudo, para el resto de sus vidas, a jóvenes que buscan montar sus primeros negocios, le respondo al hombre al tiempo que veo, en su portafolio-maleta —una de esas maletas-portafolio de marca que son como tumbas, como mausoleos dedicados al vacío del espíritu— la cabeza de un perro salchicha —el animal de ojos saltones y orejas ansiosas, se parece mucho más a su dueño, podría apostarlo, que sus descendientes— y al tiempo que cebo la esperanza de que mis palabras le pongan punto final a nuestro absurdo intercambio.

Y aunque por un instante es así, antes de volver a estirar su cuerpo recauchutado con proteínas en polvo, antes de alimentar de nueva cuenta su alma de tuétano sin hueso con los contenidos de la revista-catálogo-llena-de-ofertas de la aerolínea, el señor de la lengua desclochada y el cerebelo desvielado me observa de nuevo —orgulloso— y asevera: se lo dije... Algo más tenía que hacer... No parece uno de esos artistas que solo se drogan. Por suerte —para mi sorpresa—, en vez de engancharme y meterme en el lodo de una discusión bizantina y, sobre todo, superflua con aquel personaje digno de Olinka, la última novela de Antonio Ortuño, giro el cuerpo y saco del avión la mirada.

A varios miles de kilómetros de la ventanilla ovalada sobre la cual dejaré embarrado, cuando me duerma, medio litro de sudor y otro tanto de grasa de la jeta —cual personaje de Declaraciones de las canciones oscuras, de Luis Felipe Fabre—, como si se tratara de la cuadrícula que hubiera dibujado un niño pequeño —un niño de Desierto sonoro, la novela de Valeria Luiselli, por ejemplo—, los campos presumen ese invierno que, en nuestro país, los reduce a un polvo ceniciento y aparentemente húmedo, que, sin embargo, siempre está seco y que, de cerca, nunca es ceniciento. Son los mismos engañosos campos que tres días atrás, justo antes de llegar a Guadalajara, observé al sacar la mirada del avión, tras conversar con la mujer que estaba sentada a mi lado.

¿A qué te dedicas?, me había preguntado aquella señora, pasándome el vaso con agua que me había ofrecido la azafata. Poco antes, aquella mujer de edad mediana y pelo teñido de fuego intentó, varias veces, leer el título del libro que yo estaba leyendo —la caché con el rabillo del ojo—: Un nosotros sin Estado —la pequeña obra maestra de Yásnaya Elena Aguilar, con quien pronto compartiría una mesa sobre racismo y quien, seguramente, es una de las pensadoras más importantes de nuestro país, una pensadora que está buscando y está encontrando nuevos discursos para asuntos tan fundamentales como el presente y el futuro de los pueblos originarios—.

Por mi parte —aquél que no sea chismoso, que pronuncie la primera piedra—, también había intentado, varias veces, descubrir cuál era el libro que aquella mujer venía leyendo —con éxito, eso sí, pues no le tuve que preguntar nada para saber que el volumen que guardaría en su bolso cuando por fin empezáramos a platicar —uno de esos bolsos en los que cabe el espíritu entero—, era Nuestra señora de la soledad, de la escritora chilena Marcela Serrano. Pero vuelvo a donde estaba: ¿a qué te dedicas?, me preguntó la mujer del pelo encendido y el rostro agrietado, sonriendo.

Soy escritor, le respondí con la vergüenza y la inseguridad con la que he respondido a esta pregunta desde hace quince años, una vergüenza y una inseguridad que, para colmo, se acrecientan cuando estoy de camino a una feria del libro, pues entonces solo soy capaz de ver, a consecuencia de mis prejuicios y sus cortezas, las vanidades, las ínfulas, las pretensiones, los egos y las reglas que miden vergas y ovarios. Ah... Escritor, repitió la mujer, justo antes de añadir: entonces debes venir por la FIL... ¿No?

Sí, vengo a la FIL... Vengo a la FIL desde hace más o menos veinte años, le respondí sonriendo y después añadí: primero como lector y ahora como lector y como escritor. Uf... Veinte años y en estos veinte años no debo haber faltado más que una o dos veces, por alguna enfermedad... Y no sabe, continué tras un instante: las ganas que me darían... Las ganas que tenía de quedarme en mi casa esta vez.

¿En serio?, me preguntó entonces aquella señora. Pero antes de que pudiera responderle, aseveró: pues yo soy de Guadalajara y voy todos los años. Siempre la estoy esperando desde uno o dos meses antes. La verdad, aseguró luego de hacer, ella también, una pausa: no me la pierdo por nada.

Te gusta mucho, entonces... Lancé sonriendo, seguramente con sorna. Y por eso, por mi crítica velada, que no era sino otra manifestación de mis prejuicios —Marcela Serrano—, aquella mujer me dejó plantado de un golpe.

¿Cómo no va a gustarme? En este país, que la esperanza está enterrada en panteones o extraviada, no está mal sacarla y llevarla a las ferias del libro, ¿no?

Pensé que un escritor entendería, remató obligándome a sacar la mirada, avergonzado.

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