El racismo es un sistema (puntos para un debate)
Como la partícula de dios, que no existe pero en torno a la cual giran todos los fundamentos de la física cuántica actual: así es el racismo, porque aunque las razas no existen, en México todo gira en torno de éstas.
Y, también como en la física cuántica, en el racismo, ningún suceso es particular. Es decir: ningún evento existe más que cómo el eslabón de un sistema mucho más amplio y complejo: no importa si uno u otro se considera o no se considera a sí mismo racista, lo que importa es que todos los mexicanos formamos parte, lo queramos o no, de este complejo sistema, que este sistema es profunda y absolutamente racista y que al interior de este sistema padecemos, toleramos, participamos, reproducimos o ejercemos el racismo.
Pondré un ejemplo sencillo: la madre de mi abuelo era una Mayo de Sinaloa, que nunca quiso ir a vivir a Culiacán y que nunca quiso tampoco aprender a hablar español por temor a perder su lengua y, con ésta, el mundo que recordaba y que imaginaba. De manera intuitiva, aquella mujer de la que les hablo, que es también la mujer de la que vengo, era consciente de que todos los seres humanos somos muy poquito más que el lenguaje con el que habitamos y reproducimos el mundo, porque somos muy poquito más que las palabras con las que nos pensamos, con las que volvemos tangibles nuestros sentimientos y con las que soñamos todas las noches.
Pongo este ejemplo, no sólo porque la madre de mi abuelo, es decir, mi bisabuela, ejemplifica de manera perfecta y absolutamente transparente el revés exacto de la lógica del Estado Mexicano Posrevolucionario —que vio en todos los idiomas que no eran el suyo, como vio, también, en todas las demás manifestaciones culturales, políticas, sociales y hasta individuales que no eran las suyas, es decir, las que había decidido, por pura pretensión internacionalista, que necesitaba para imponer a sangre y fuego su visión de futuro, para pegar y dar forma pues a este pastiche, a este Frankenstein bastardo y plebeyo al que hoy en día llamamos México—, sino también y, sobre todo, para poder contarles esta otra historia:
Cada vez que cuento la historia de mi bisabuela, cada vez que hablo de ella en público, de hecho, la gente la vuelve, a ella, mientras yo hablo y sin apenas darse cuenta, un ser invisible. Y es que, mientras yo hablo de mi bisabuela, como seguramente les está pasando a muchos de ustedes ahora mismo, la gente empieza a pensar en mi estatura, después en mi color de piel y finalmente en mi posición social. Y, por ver al hombre blanco, no ven a la mujer Mayo. Otra vez estamos ante aquello que ha hecho el Estado Mexicano, ya no sólo el posrevolucionario y ni siquiera tan sólo el que inventamos tras ese otro sueño malherido, es decir, tras nuestra independencia: sólo somos capaces de ver, de observar aquello que el sistema nos ha dicho que debe observarse, que vale la pena observarse: el color claro, la vestimenta que presume botones preciosos, la salud y la apariencia del grandote, que seguro tiene una cuenta bancaria chingona.
Lo peor de todo, sin embargo, es la risa. ¿Cómo vas a ser descendiente de una mayo que no hablaba español? Me han preguntado varias veces, viéndome a la cara y estallando luego en risotadas. Y es que hasta ahí llega el sistema racista en el que estamos atrapados. Y es que hasta ahí nos alcanzan las cargas que hemos introyectado siendo o no conscientes de ello: mi bisabuela sólo deja de ser invisible, cuando se ríen de ella, riéndose, en apariencia, de mí. El humor, que es una de las características más íntimas de nuestra especie, es,también, una de las herramientas que de mejor forma nos desnudan: dime de qué te ríes y te diré con que colores sientes, con qué prejuicios piensas, con qué privilegios vives.
Y así volvemos a la física, aunque ya no sólo cuántica. Porque así como toda acción, conlleva siempre una reacción, todo racismo conlleva siempre un privilegio. O todo privilegio conlleva siempre un racismo. El orden de los factores no altera el producto. Caiga del lado que caiga, la moneda del sistema en el que estamos atrapados tiene una cara de exclusión y otra de exención, casi de inmunidad: es verdad que el bisnieto de aquella Mayo, por su color de piel, por su lugar social y por la situación económica de sus padres, tuvo que luchar mucho menos de lo que luchó su bisabuela.
Si fuéramos vectores, podríamos decir que, los mexicanos, no partimos nunca del mismo punto, vaya, que ni tenemos siquiera los mismos ejes X y Y, porque lo que para unos es un esfuerzo mínimo, para otros es toda una vida. No sólo somos el país de los privilegios, somos el país de los privilegios de los privilegios: estar aquí, sentados, hablando o escuchando, comprando libros, por ejemplo.
Y para leer, por supuesto, en nuestra lengua: ¿o alguno de ustedes sabe cuántos libros hay aquí, en esta feria, que no hayan sido publicados en español? ¿Alguien se lo ha siquiera preguntado?
¿Alguien se ha preguntado, por ejemplo, lo que implica la lectura: el dinero, el tiempo, el descanso, la claridad, las herramientas que se necesitan?
El racismo es la cabeza del pulpo cuyos tentáculos —pobreza, desigualdad, clasismo, impunidad, violencia, corrupción, seguridad, alfabetismo— se extienden sobre todos nosotros y nos asfixian, tanto individual como colectivamente.
Y lo único seguro es que mientras no encaremos este sistema como lo que es, dejando de pensar, pues, si uno es o no es racista, seguiremos bajo el agua, atrapados por el pulpo.
Porque el racismo sólo se conjuga en plural: o todos somos racistas, o nadie es racista.
En este caso, no hay otra salida.
Texto leído por Emiliano Monge durante la mesa redonda 'México, frente al espejo del racismo', organizada por El PAÍS en la FIL
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