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'Gastroclasismo': cuando presumir de que te gusta el kale eleva tu estatus social

La gastronomía se ha erigido como indicador de progresión social, definiendo un nuevo clasismo. ¿Eres 'foodie', glotón o un mero 'fastfooder'?

Afirma el periodista y escritor estadounidense Ron Rosenbaum que cuando los antropólogos del futuro analicen el escenario cultural de estas primeras dos décadas de siglo, que estamos apunto de agotar, una de las lecturas que sacarán será la del esplendor del paladar. En efecto, el rastro de la presencia de la gastronomía en la conversación pública es manifiesto en la ingente cantidad de libros de recetas y programas de televisión, y el protagonismo de la comida en las redes sociales. Un sorprendente florecimiento en medio de un escenario en el que todo lo que considerábamos establecido parece derrumbarse: ante las crisis sistémicas, el desmantelamiento de los estados de bienestar o la caída del poder adquisitivo, pocos nos resistimos a colgar en Instagram alguna de las elaboraciones con las que deleitamos nuestras papilas gustativas, y en las que invertimos una generosa parte de nuestro presupuesto de ocio. Así se explica.

Margot Finn, profesora de Sociología en la Universidad de Michigan, en su ensayo Discriminating taste: How class anxiety created the American food (Rutgers University Press), relaciona el auge del fenómeno foodie con uno de los grandes problemas de las sociedades industrializadas, la falta de progresión social. La tesis de Finn vincula las imágenes de tostadas de aguacate, los chefs influencers y la presión por la comida sana, con el ansia de mover ese ascensor averiado que afecta ya a varias generaciones. Una conexión entre el problema del estancamiento de clases y la sociedad de consumo, materializada en el llamado síndrome FOMO (Fear Of Missing Out, "temor a perderse algo estimulante", en inglés), donde lo más inaccesible se convierte en lo más codiciado. En definitiva, cómo se busca prosperar –o aparentarlo– a través de lo que uno pone en su plato (y muestra en sus fotos).

Esta teoría –la manera de consumir interacciona con la clase social y crea una identidad–, ya había sido desarrollada en el siglo XX, con otra terminología, por el sociólogo Pierre Bourdieu. La cuestión es si hoy esta perspectiva es suficiente para justificar el momento de apogeo de lo que no deja de ser una necesidad básica para la supervivencia y que todas las civilizaciones del mundo han cultivado con devoción desde la antigüedad. Es decir, si explica este boom de la cocina en Occidente.

Pau Arenós, periodista gastronómico y escritor, da más claves del nuevo contexto: "Históricamente, la referencia occidental culinaria era Francia. Pero, desde hace 20 años, hemos asistido a la explosión de una serie de cocinas locales que rehúyen de los códigos franceses. Un ejemplo es la aparición de figuras como René Redzepi [chef del emblemático Noma, en Copenhague], que nos ha permitido hablar de una 'cocina danesa'. Y a medida que existen nuevas gastronomías y nuevos clientes, se amplía la base social, surgen los programas de televisión, se venden los recetarios… Entonces la gente empieza a hablar del oficio y de la comida, que ya no es un tema ajeno ni raro, ni tampoco exento de prejuicios…".

La lucha de clases se libra con cubiertos de plata

En el ensayo La distinción (Taurus), Bourdieu desarrolla cómo la forma de comer y beber nos define. Y cómo, sobre esta idea, funcionarían lo que se entiende por restaurantes rimbombantes, con protocolos e interiorismo específicos: establecimientos con una cuenta poco asequible para el común de los mortales y que tantas reticencias generan cuando trasciende que una personalidad política ha comido en una de sus mesas (algo que no sucede si la vemos disfrutar a dos carrillos de un opulento cocido).

"La crítica viene cuando se trata de establecimientos con decoración exclusiva, asociados a elitismo y a un paladar sofisticado. Pero, si acude a un asador y se toma un chuletón a la parrilla con un vino de Rioja, no hay polémica, porque eso se relaciona con un paladar campechano, donde además está el elemento del fuego, muy asociado a lo primitivo", reflexiona Arenós. "Hoy en día esa visión es totalmente errada, pues la cocina de producto, aquella que se asemeja a la de las abuelas, y donde hay fogones que están apostando por clásicos como el rodaballo, el tuétano o incluso los huevos fritos, es igual de cara que la cocina identificada con la innovación. La diferencia está en el concepto, no en el billetero".

¿El buen paladar se aprende o se hereda?

Estos juegos de apariencias y prejuicios plantean otra bifurcación correspondiente a cuánto hay de innato en nuestra apreciación de los sabores y cuánto de adquirido. Y sobre gustos se ha escrito bastante. Con el primer tratado de gastronomía, Fisiología del gusto (Trea), el jurista francés Brillat-Savarin sentó, en 1825, jurisprudencia creando –inintencionadamente– la caricatura del gourmet de postín: "Los maestros inteligentes, sin sospecharlo, conservan una postura adecuada a las circunstancias, presentando, al pronunciar sus fallos, cuello estirado con las narices a babor".

Rebajando (mucho) la exageración, la socióloga Finn insiste en cómo lo que se entiende por tener buen o mal gusto guarda correlación con el entorno social. Arenós lo matiza: "La gente tiene sus preferencias. Las primeras inclinaciones surgen en la infancia según el tipo de cocina del hogar, que puede ser más compleja o con recetas heredadas, más de subsistencia o que tira más hacia la emergencia. Y luego, a medida que van creciendo, van conociendo elaboraciones que pueden ser propias, lejanas o muy lejanas. Como ha pasado con las formas crudas de carne o pescado, culturalmente muy ajenas a la gastronomía española. Ahora encontramos generaciones de niños que tienen el paladar hecho a estas preparaciones y para quienes los tartares y nigiris ya forman parte de su cultura".

Quizá Arenós haya encontrado otra explicación a la batalla comercial de las principales cadenas de supermercados españolas por ofrecer el sushi más fresco y más barato, listo para llevar. Pero para buscar los porqués del gusto también habría que pensar en términos de paisaje y paisanaje, algo que ha sido tarea de la antropología cultural desde el nacimiento de esta disciplina a principios del siglo pasado. En este sentido, Frédéric Duhart, uno de los referentes en el estudio de la gastronomía y el hombre, relataba en el artículo Comedo ergo sum. Reflexiones sobre la identidad cultural alimentaria, una peculiar situación: en el sureste de Francia, los ancianos sienten aversión al maíz dulce en lata. En aquel territorio, la cría de aves de corral era frecuente y esos granos –tan habituales hoy en las ensaladas– constituían su alimento. El maíz, para las gallinas.

De la alta costura gastronómica al prêt-à-manger

En la industria textil se manejan diversas hipótesis sobre cómo las tendencias se propagan sin miramientos de clase. Una de ellas, la teoría del goteo, explica cómo las propuestas más innovadoras pensadas para la élite acaban alcanzando a todas las capas de la sociedad. El mismo recorrido que siguen las modas culinarias cuando los grandes cocineros bajan de su pedestal para alimentar a otros (menos bendecidos con la abundancia de capital), las colaboraciones con la industria de la comida procesada (léase congelados) o los restaurantes de comida rápida. O cuando algún nostálgico decide recoger un plato del recetario popular para devolverlo al acervo cultural adaptado a una nueva moda. Arenós cita como ejemplo los chipirones en su tinta de Arzak: "No los modifica, porque los tiempos y las temperaturas son los mismos. Simplemente, se reflexiona o se introducen cambios en platos aparentemente inmutables para, por ejemplo, mejorar su digestibilidad. Hay que tener en cuenta que ahora mismo el enfoque de lo saludable es importantísimo en estos restaurantes, aunque el disfrute y la transgresión sigan formando parte del menú".

Y de la lucha de clases a la lucha de dietas

Las grandes religiones y su interacción con los alimentos y preparaciones –prohibiendo unas y privilegiando otras– evidencia el histórico vínculo normativo con el hecho alimentario. Es decir, ese consenso grupal del bien y el mal que solía beneficiar al del bolsillo más lleno. Algo que subyace hoy en la idea de que la información en nutrición está al alcance de cualquiera, en el hecho de que cuidarse esté mejor visto que nunca y en la concepción de la talla como una seña de estatus social. María Neira, directora de Salud Pública y Medio Ambiente de la Organización Mundial de la Salud, lo combate sustituyendo la expresión "lucha contra la obesidad" por "a favor de la alimentación saludable", para evitar estigmas, porque la gordofobia puede ser una variante de lo que Adela Cortina denomina aporofobia, aversión al pobre. Un vistazo a un informe del Overseas Development Institute (ODI) que refleja cómo, en gran parte del mundo, el desarrollo económico va unido al encarecimiento de los frescos, frente a una llamativa caída del precio de los ultraprocesados.

Sí, comer mal es cada vez más barato. Quizá debiéramos tomarnos en serio lo de introducir tasas que graven a los alimentos más perjudiciales y abaraten los saludables, porque, como dice Iñaki Martínez de Albéniz, sociólogo y responsable del congreso Diálogos de Cocina, "la gastronomía es un asunto político. Ruth Reichl [excrítica gastronómica del periódico The New York Times] lo resume así: 'En parte ha sido la cocina la que ha elegido a Trump".

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