¡Qué difícil es ser príncipe!
Olvidamos pronto, pero Charlene de Mónaco intentó fugarse la víspera de su boda
El príncipe Andrés de Inglaterra es también duque de York, yo a veces pienso que tener dos títulos puede provocar doble personalidad. De otra manera no puedo explicarme cómo la familia real inglesa le ha consentido tanto. Desde los años ochenta hasta hoy, Andrés de Inglaterra no ha dejado de acumular momentos embarazosos, de sorprendente egoísmo o de escaso respeto hacia los demás. El más reciente, su caótica huida hacia adelante por el cerco de la justicia sobre su inconveniente amistad con Jeffrey Epstein, el millonario pedófilo que se suicidó en su celda. Seguramente, Andrés actúa como príncipe ante su madre para pedir apoyo y perdón por las equivocaciones del duque.
Duque o príncipe, Andrés de Inglaterra es ese fenómeno que pasa, más que nada, en familias ricas, el tarambana orgulloso que nadie puede enderezar. Lo curioso es que se le perdonen tantas jugarretas. Todavía se recuerda cuando lo fotografiaron correteando por las playas de Mustique, una paradisíaca islita caribeña, con Koo Stark, una bellísima actriz del cine erótico. Los tabloides de entonces escribieron “porno” pero en realidad Koo había hecho poco más de una simpática escena lésbica en la ducha cuando tenía 17 años y se movía con soltura entre cierta clase alta británica. Muchos quedamos fascinados por Stark, más que bella era sexy y atrevida, muy años ochenta. Luego, Andrés fue piloto durante la Guerra de las Malvinas y en mi círculo empezó a caer mal, porque si bien esa guerra precipitó la caída de la dictadura argentina (y siempre dimos las gracias por ello), en Latinoamérica se vivió como una bravuconada de los británicos y una alianza innecesaria entre Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Andrés explotó después su participación en el brevísimo conflicto. Hasta hoy mismo: una de las defensas que empleó en la nefasta entrevista que concedió la semana pasada a BBC fue que él no sudaba a causa del shock sufrido en las Malvinas. Con ello pretendía desmontar el testimonio de su principal acusadora, Virginia Giuffre, que alega que en una ocasión, siendo ella parte de la red de esclavas sexuales de Epstein, el príncipe sudaba tanto que ella se sintió asqueada. “No sudo, desde las Malvinas”, alegó el príncipe en la entrevista y para muchos esa fue la gota que colmó la paciencia con él.
Molesta, sin duda, la sensación de impunidad que le rodea. Al ser alguien tan privilegiado resulta más difícil que la justicia consiga interrogarle con propiedad. Eso también incomoda de la entrevista que, tras concederla, él asuma que ha cumplido con sus obligaciones ante la ley. La familia real no reaccionó hasta que la prensa empezó a sugerir que todo esto demostraba que la reina Isabel, a sus 93 años, ya no tenía control sobre su propia casa. Quizás ese eterno heredero, el príncipe Carlos, pensara que dejar hacer a su madre y su hermano le facilitaría las cosas y una abdicación al fin le acercara el trono. Pero Isabel II es muy espabilada, ya lo sabemos quienes vemos The Crown, y esta misma semana despojó a Andrés de todas sus obligaciones. Aún le quedan sus títulos.
Mientras en España veíamos cómo la aristocracia del socialismo andaluz asumía el peso de la ley, en Mónaco se manifestaba algo casi igual de inquietante. Charlene, la esposa y madre de los hijos con título de Alberto de Mónaco (tiene otros dos que no pertenecen a la parte principesca), reapareció con una solemne cara de tristeza. ¿Será que Mónaco deprime? ¿Es un paraíso fiscal poco hospitalario? Cuando he estado allí ha sido divertido y glamuroso pero siempre queda esa sospecha de que el día a día debe ser como en Miami: al tercero descubres que es todo “mármol”: mar y mall (pronunciación de centro comercial en inglés). Pero lo cierto es que la cara de Charlene, como la de Chaves y Griñán, lo dice todo. Que no solo Mónaco es duro sino que el propio Alberto debe ser otro hueso, duro de pelar, como la juez Alaya. Olvidamos pronto, pero Charlene intentó fugarse la víspera de su boda. La “interceptaron” unos agentes en el aeropuerto de Niza y la devolvieron al principado. Desde entonces, es errática en todo menos en los Armani que escoge. Sabemos que esa relación la consiguió Corinna Zu-Wittgenstein, una princesa que seguro conoce a casi todos los que hemos nombrado en esta columna. Y que sabe diferenciar, desde lejos, cuando un hombre es príncipe, duque o rey.
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