El Bogotá de los jóvenes
La capital muestra una propuesta nueva, fresca y sin ataduras, que no deja de crecer en todos los sentidos y a todos los niveles
La llegada del pescado a Bogotá es una noticia largo tiempo esperada. Encuentro paiche en Leo, cherna roja en Mini-Mal y berrugate en El Chato, marcando un cambio total con la chocante trilogía − salmón, corvina y tilapia − que llevaba las cocinas a entender el mar como un erial. El cambio llega con los profesionales más jóvenes, aunque Leonor Espinosa andaba en eso desde hace tiempo. Se pusieron de acuerdo, buscaron un acopiador en la costa, cerraron un trato, reciben información puntual de lo que entró en los puertos donde compra, hacen sus pedidos y el pescado llega al día siguiente a sus cocinas embarcado en camionetas frigoríficas. Pescado fresco con nombres que cambian en cada marea. No era tan difícil; empieza a caer el muro que separaba Bogotá de los dos mares de Colombia. En Mini-Mal encuentro una publicación que ofrece una cara del cambio. Se llama Leer el mar y es un folleto sobre la actividad pesquera en las comunidades afro del Caribe, artes, prácticas y embarcaciones. Viene envuelto en un cartel que le hace de cubierta y describe alguna de las especies más habituales: dorado, pargo rojo, pelada amarilla, cherna roja, gualajo... Es un buen trabajo nacido en una cocina con proyección y compromisos reales. Eduardo Martínez ya es un cocinero veterano, pero fortalece su alineamiento con las propuestas más jóvenes.
Son precisamente los jóvenes quienes marcan el ritmo de las cocinas colombianas, siempre arropados por Leo Espinosa, la gran dama de la restauración latinoamericana, desde el brillo de una propuesta culinaria que consolida su restaurante en lo más alto del espectro. Su propuesta es de altura, comprometida con el producto como solo lo hace en Bogotá la cocina de Mini-Mal, y gana cada día en limpieza y claridad. Y tras ella, un par de generaciones de jóvenes profesionales que empiezan a voltear el panorama gastronómico. La mayoría vienen de provincias, como si allí hubiera más libertad en las ideas y en las formas, menos ataduras y más responsabilidades; empezando por la recuperación de la despensa como forma de reivindicar la identidad culinaria, que es lo que realmente importa. A partir de ahí cada uno toma su propio camino. Conozco la profundidad y el rigor del trabajo de Miguel Warren en Barcal (Medellín) y Jaime Rodríguez y Sebastián Pinzón, en Celele (Cartagena), y he podido atisbar el vibrante frescor que rezuman los platos de Jennifer Rodríguez en Mestizo (Cundinamarca). Me quedan por conocer referencias de las que muchos hablan, como Alex Nassim (Pica, Cali), Julián Hoyos (El Silo de Montenegro, Quindío) o John Herrera (La Vereda Cocina de Origen; Pasto).
La lista de nuevos profesionales crece cada día, al mismo ritmo que va desapareciendo la extravagante fauna que poblaba la que hasta hace muy poco llamaban Zona G. Su caída en desgracia es paralela al desvanecimiento de unas cuantas viejas glorias. La capital muestra una propuesta nueva, fresca y sin ataduras, que no deja de crecer en todos los sentidos y a todos los niveles. Disfruté mucho con el trabajo de Iván Cadena y María Paula Amador en Mesa Franca, tan ligado a los sabores de siempre y al mismo tiempo tan revitalizante, y me alegró confirmar el crecimiento de Eduardo Martínez en Mini-Mal, con una cocina tan comprometida como siempre que no deja de avanzar y mejorar técnicamente. Ya está, definitivamente, entre los que cuentan. Sauvage es la gran sorpresa del viaje. Abierto hace medio año, muestra las ideas, la viveza y el desparpajo técnico del jovencísimo Víctor Lanz. Merece la pena. También me llamó la atención el frescor de algunas de esas propuestas casi mínimas que vienen a trenzar el tejido básico de la oferta culinaria de una ciudad, como Elektra Food, el divertido y más que recomendable fast food vegano de Denise Monroy, el Chino Dim Sum de Mar Díaz e Isaac Monroy o el logrado Guerrero, Compañía de Sándwiches de Francisco del Valle. Las dudas siguen rodeando el trabajo de Álvaro Clavijo en El Chato. Avanza en cada visita, pero todavía está lejos de ser lo que anuncian. Necesita mucho trabajo y todavía más reflexión, algo muy difícil cuando vives rodeado de gente que te baila el agua para hacerte creer que ya has llegado.
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