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Columna
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El juicio prudente

Nadie puede dejar de lamentar la pérdida de una de esas voces que nos ayudaban a orientarnos en un mundo como éste de la política

Fernando Vallespín
El historiador Santos Juliá, cuando presentó su libro 'Historias de las dos Españas', en 2004 en Madrid.
El historiador Santos Juliá, cuando presentó su libro 'Historias de las dos Españas', en 2004 en Madrid. CRISTÓBAL MANUEL

La coincidencia del fallecimiento de Santos Juliá con la exhumación de Franco nos llevó a echarlo de menos desde el mismo día de su muerte. ¿Qué hubiera dicho Santos de la nueva inhumación del dictador? ¿Cómo lo hubiera encajado en su visión de la reciente historia de España? ¿Qué significado puede tener esta irrupción de lo viejo en lo nuevo? Y así podríamos seguir preguntándole. Para quienes lo conocimos, estas consideraciones pasan a segundo plano, desde luego, porque la parte afectiva se impone sobre la más estrictamente “profesional”. Pero nadie puede dejar de lamentar la pérdida de una de esas voces que nos ayudaban a orientarnos en un mundo, como este de la política, que es cada vez más impenetrable y difícil de asir en conceptos, donde las explicaciones banales se dan la mano con el constante cambio de temas. Todo es tan acelerado que al final perdemos la capacidad para acceder a explicaciones más sesudas y puestas en razón.

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Con motivo de su fallecimiento me acordé de esas palabras que H. Arendt eligió para definir a W. Benjamin: “convierte la memoria de lo que ha muerto en algo rico y extraño”. Con la diferencia de que en el caso de Santos lo “extraño” debería ser remplazado por “didáctico”. Porque el uso que hacía de la memoria equivalía a algo así como la creación de una evaluación ampliada del tema sobre el que fijara su mirada. Cuando interrumpía sus estudios historiográficos para comentar la política corriente no podía evitar enmarcarla en el contexto más profundo de lo que empujaba desde atrás. Por eso a veces me estremecían tanto los juicios que emitía sobre determinados acontecimientos: “veía” cosas que se nos escapaban a los más anclados en nuestro inevitable presentismo.

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Quizá por eso mismo, con él y otros de su generación, empecé a comprender el significado de esa expresión aparentemente contradictoria: “historia contemporánea”. En efecto, el presente, eso que la lógica de los medios de comunicación nos va acortando cada vez más, es una ínfima parte de un continuum sin cuya contemplación queda reducido a un cascarón vacío. Bien lo hemos visto en estos días -aunque ya empezara hace meses- con la exhumación de Franco. La agenda de lo inmediato se ha visto colonizada de repente por algo que pensábamos tener medio olvidado. Lo noticiable, o sea, lo novedoso, pasó a ser lo que ocurrió en el punto cero de nuestra Transición.

La pregunta que queda en el aire es si seremos capaces de hacer que dure, si el ejercicio de la memoria puede persistir o si, por el contrario, no ha sido más que un flash del pasado destinado a desvanecerse detrás de los dictados de la “actualidad”. Personas como Santos nos impedían que algo así pudiera acontecer. Ahora, en estos tiempos tan veloces, ya no estoy tan seguro. Habrá otras voces, pero ¿recibirán la atención que merecen? Al final, me temo, todo obedece a la distorsión introducida por los tempos antagónicos en que vivimos. Como decía B. Barber, “los ordenadores son rápidos, como la luz; la democracia es lenta, como el juicio prudente”. Por eso este ha devenido en un recurso tan escaso. Con la ausencia de Santos lo será aún más.

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Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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