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Navegar al desvío
Columna
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La lectora solitaria y los cien móviles

Manuel Rivas

Lee inclinada, rodeando el libro en el regazo, como quien protege el lugar sentipensante, un nido de tiempo fermentado. La cripta de los sueños.

TODO PARECE CONSPIRAR contra el libro. Contra el tiempo de lectura. Esa es la gran materia prima en la era virtual, el tiempo humano, y este recurso planetario está siendo dispu­tado por los gigantes tecnológicos palmo a palmo, cuerpo a cuerpo, minuto a minuto, día y noche, como la Ciudad sin Nombre en la fiebre del oro. Con el terminal inteligente, y la reserva infinita de las aplicaciones, tenemos en las manos, por fin, el instrumento mágico de los cuentos de la infancia. Pero somos los primeros hechizados. Vamos alquilando nuestro tiempo disponible hasta que no disponemos de él. Desahuciamos el tiempo perdido. Es una nueva pobreza, la de no poder perder el tiempo.

Un amigo me dice: “Ahora voy al teatro por instinto natural, para que me obliguen a apagar el móvil”.

Hubo una época en que se leía mucho en el transporte público, en el bus, el tren o el metro. Ahora, por cada cien pasajeros empantallados solo distingues con suerte a una persona con un libro abierto. Es una lectora clandestina. Lee inclinada, rodeando el libro en el regazo, como quien protege el lugar sentipensante, un nido de tiempo fermentado. La cripta de los sueños. Claro que la otra gente lee, y escribe, en los móviles, pero parecen participar de una misma película de animación. La lectora del libro está en otro tiempo, excéntrico, como un personaje de su libro. De 1984 o de Farenheit 451. Me preocupa. En cualquier momento puede presentarse alguien, pedirle cuentas y arrebatarle esa redoma de tiempo orillero, desconectado, perdido, donde muertos y vivos celebran reunión.

Gran parte de las conversaciones “culturales” giran hoy sobre las teleseries. La madera de Los Soprano y The Wire ha desmontado la carpintería de cartón piedra del antiguo régimen televisivo. Como en su momento ocurrió con la literatura comprometida de Dickens o Victor Hugo. Corrían los spoilers de taberna en taberna, había asaltos a imprentas o diligencias para conseguir las primicias de los folletines. A Dickens lo amenazaron de muerte si él, con su pluma, se deshacía de la pequeña Mary en La tienda de antigüedades. Lo que hay en común es la calidad de la línea de sutura entre realidad y ficción. Y ahí está la distopía de El cuento de la criada, nacida de un relato de Margaret Atwood. Si esa serie nos inquieta tanto es porque en la ficción hay un acento de verdad. Es el desasosiego de percibir que la milagrería tecnológica puede ir a la par de un brutal proceso de descivilización.

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Lo cierto es que detrás de las buenas series suele haber un buen libro. El fruto de un tiempo de demora, excéntrico, de la vida. Lo irónico es que es casi imposible ver en una serie a alguien leyendo un libro. Nada. Ni la Biblia. Vemos gente haciendo de todo. Incluso cosas normales. Conducir, hacer deporte, cortar el césped, tomar una copa, morirse. Abundan las escenas de sofá en las que los personajes de una serie de televisión se dedican a una acción tan apasionante como… ver la televisión. Tal como están las cosas, un momento de intensidad garantizada, yo diría que un clímax, sería que uno de los protagonistas abriese un libro. Aunque fuese para cocinarlo.

Cada vez que se dan a conocer las estadísticas sobre índices de lectura, le damos mil vueltas a estrategias para aumentar lectores. ¿Cómo salir de esa depresión histórica? En España, la invención de Gutenberg, la imprenta, entró con mal pie. En 1558, Felipe II firma una pragmática que contempla la pena de muerte para quien “imprimiere o diere a imprimir” libros que no vayan precedidos de examen, aprobación y licencia real. El libro era visto como un bicho potencialmente peligroso, al que vigilar estrechamente. Pero, por otra parte, eso lo hizo más deseado. Fue también el objeto mágico, símbolo de la libertad y la emancipación social, que iba a cambiar el rumbo de la historia. Es difícil encontrar un momento más feliz en esa historia que el de las bibliotecas de las Misiones Pedagógicas llegando a los pueblos más remotos a lomos de caballo o en barcas.

Tal vez tenemos que cambiar el discurso sobre el libro y sobre el móvil a la vez. Dejar de flagelarnos con los objetos mágicos. Quererlos es la mejor forma de liberarlos. Jugar con el móvil, ese cabrón de lo efímero, y que sepa que lo sabemos. Y que cuando el libro despierte, el móvil descanse. O mejor aún. Que se vaya al teatro.

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