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Columna
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El contagio de la sinrazón

El populismo del Brexit y el alarmante aumento de los casos de sarampión comparten la raíz de las noticias falsas. El uso torticero que del emblemático sistema público de salud británico hacen los líderes ‘brexiters’ es un ejemplo

María Antonia Sánchez-Vallejo
El primer ministro británico, Boris Johnson, en la cumbre del clima en Nueva York.
El primer ministro británico, Boris Johnson, en la cumbre del clima en Nueva York. Stefan Rousseau (PA Wire/dpa)

El hecho de que el Reino Unido haya perdido el estatus de “país libre de sarampión” que otorga la Organización Mundial de la Salud sería, en circunstancias normales, motivo de escándalo en un miembro del G7. Pero la preocupante regresión sobreviene cuando el país, pionero en la universalización del acceso a la sanidad en los duros años de la posguerra mundial, está a punto de ejecutar ese disparatado ejercicio de balconing conocido como Brexit, así que el desdoro del sarampión —no de otra forma puede denominarse semejante baldón en el expediente público— ha pasado prácticamente inadvertido. No por casualidad, ambos hechos, la rampante prevalencia epidemiológica y el Brexit, comparten la raíz de las noticias falsas: los bulos del movimiento antivacunas, en el caso de los contagios, y el envite original de prometer recuperar para la sanidad patria los 350 millones de libras que Londres envía semanalmente a Bruselas, y que a la postre resultan no ser tantos.

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Esa fue la principal promesa con que arrancó la campaña a favor del Brexit, con aquel autobús capitaneado por un airado Boris Johnson, el mismo que, unos años después y como primer ministro, persevera en la ilusión con el anuncio de un plan de inversiones en sanidad por un valor equivalente a los 350 millones semanales para apuntalar el venerado, y muy deficitario, Servicio Nacional de Salud (NHS, en sus siglas inglesas) una vez se consume el Brexit. Pero el portazo comprometerá como poco su mayor capital: los miles de profesionales de la salud extranjeros, procedentes en buena parte de la UE, que lo mantienen operativo.

Así que ni la vacuna del sarampión produce autismo, como aseguran los detractores de la inmunización, ni el NHS será más potente tras el desengarce británico de Bruselas (basten como ejemplo las sombrías previsiones de escasez de medicamentos), por no hablar de la eventual vivisección irlandesa, que se antoja más que traumática, en ese experimento obcecado que empezó como una reválida de tintes hamletianos sobre el liderazgo conservador de David Cameron, y que acabará como el rosario de la aurora, lo que demuestra que los órdagos electorales a veces los carga el diablo.

La sanidad pública no es de ningún modo beneficencia —como sí lo es la menguante atención que reciben los más vulnerables en EE UU—, sino una auténtica profesión de fe ideológica, la de una apuesta por la justicia distributiva, llámesele a eso izquierda, más moderadamente socialdemocracia o simple afán de progreso social. Por eso jugar con la sanidad, colocarla ante el espejo de una retórica antidéficit o convertirla en moneda de cambio identitaria para satisfacer torpes intereses espurios, no hace sino atizar la sinrazón. La pandemia del populismo, más contagiosa que el sarampión y en la que el mundo se va sumiendo poco a poco.

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