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Columna
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Diletantismo

El gran fallo de Iglesias es su vanidad, el peor defecto profesional de un político según Weber, pues impide distanciarse de la realidad

Enrique Gil Calvo
Pablo Iglesias aplaude, junto a su grupo parlamentario, el pasado martes en el Congreso de los Diputados.
Pablo Iglesias aplaude, junto a su grupo parlamentario, el pasado martes en el Congreso de los Diputados.Victor J Blanco (GTRES)

Si contemplamos el actual bloqueo político con el distanciamiento (augenmass) que reclamaba Weber, advertiremos el efecto de un factor que podría explicarlo todo: el diletantismo o falta de profesionalidad de que hacen gala nuestros líderes políticos, comportándose con la irresponsable incompetencia de unos auténticos aficionados. Objetivamente, la actual realidad política hace posibles diversas coaliciones de Gobierno, ya fueran constitucionalistas, de centroizquierda o progresistas. Pero la arrogancia jactanciosa de unos y otros impide cualquier entendimiento basado en el interés general. Para explicar su cerrazón se alegan presuntos motivos elevados, como la defensa de la patria, los derechos ciudadanos o la pretendida falta de confianza. Pero esa moralina solo oculta la incompetencia profesional.

En su testamento intelectual, La política como profesión, Weber anotó hace justo 100 años las tres cualidades exigibles a un líder democrático: la pasión política (ética de las convicciones), a partir del compromiso con una causa; el sentido de la realidad (augenmass), distanciándose de la propia posición ocupada; y la ética de la responsabilidad, necesaria para asumir las consecuencias de los propios actos. Esas tres virtudes tienen que coincidir y complementarse, sin dejar que ninguna anule a las otras. Pues bien, los dos antagonistas, Sánchez e Iglesias, presentan una deformación profesional inversamente opuesta. El presidente en funciones se comporta como un pragmático puro, solo atento al cálculo de las alternativas posibles y siempre capaz de cambiar sus convicciones en función de las consecuencias. Por eso rechaza un Gobierno de coalición, que no podría controlar con plena autonomía, al que antepone el riesgo de unas elecciones repetidas que se le presentan relativamente favorables.

En cambio, el carácter de Iglesias es radicalmente inverso. En la dialéctica entre éticas opuestas, siempre antepone sus propias convicciones con total desprecio sobre sus consecuencias futuras, eligiendo todo o nada caiga quien caiga. Por eso le exige a Sánchez un Gobierno de coalición a cualquier precio para poder fiscalizarle, sin temor a que la repetición electoral le cueste la debacle de Podemos. Y el gran fallo de Iglesias es su vanidad, el peor defecto profesional de un político según el análisis de Weber, pues impide distanciarse de la realidad. “La vanidad, esa necesidad de ponerse a sí mismo en el primer plano lo más visiblemente posible, es lo que conduce al político a caer en la falta de responsabilidad. El demagogo se halla en continuo peligro de convertirse en un actor y de tomar a la ligera las consecuencias de sus acciones, preocupándose solo por la impresión que produce” (pág. 147 de la traducción de Abellán para Austral). Es el pecado de megalomanía, que conduce a Iglesias a querer robarle a Sánchez la iniciativa y el protagonismo de la investidura, exigiéndole una coalición fiscalizadora como única forma de apoyo.

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