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Combat Rock
Columna
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La patria y la diamantina

Los misóginos enseñaron el rostro más autoritario y torpe tras las protestas en Ciudad de México

Antonio Ortuño
Mujeres lanzan brillantina durante la protesta del viernes en Ciudad de México.
Mujeres lanzan brillantina durante la protesta del viernes en Ciudad de México.Marco Ugarte (AP)

Dos protestas feministas revolucionaron la vida mexicana y provocaron que muchos, tanto en el poder como entre los ciudadanos de a pie, y tanto en la presunta izquierda como en la confirmada derecha, mostraran de lo que están hechos. Porque luego de las protestas, los misóginos enseñaron el cobre: el rostro más autoritario y torpe posible, el que no quiere entender el dolor de los demás y exagera nimiedades para intentar colarlas como asunto vital. El rostro hipócrita del que deplora que unas mujeres enojadas y ruidosas rompan unos vidrios y manchen los muros con pintura porque lo que prefiere, en el fondo, es que manchen los muros con su sangre. Y en silencio.

Veamos. El 12 de agosto, un grupo de mujeres se manifestó frente a las instalaciones de la Secretaría de Seguridad de la Ciudad de México para exigir castigo a los cuatro policías acusados de violar a una menor de edad en Azcapotzalco (los agentes, por cierto, fueron defendidos por las autoridades, que hablaron de la necesidad de respetar sus derechos laborales antes que avanzar con las indagaciones...) Las manifestantes le arrojaron diamantina encima al secretario Jesús Orta cuando salió del edificio. Algunos histéricos consideraron este incidente como un atentado. Y así la diamantina se convirtió, de golpe, en un símbolo de inconformidad y resistencia. Cuatro días después, el viernes 16, diversos grupos organizaron una segunda protesta en la Glorieta Insurgentes. Se produjeron episodios ríspidos en varios puntos de la urbe. Algunas manifestantes hicieron pintas en el Ángel de la Independencia. Otras se mostraron agresivas con la prensa y destruyeron equipo de reporteros (un periodista de Canal 40 fue golpeado por un hombre que, por lo que muestran los videos, quizá fuera un infiltrado). Hubo destrozos de vidrios y equipamiento en instalaciones oficiales y estaciones de transporte público.

Como es fácil adivinar, esto no es gratuito ni azaroso. Sucede porque el enojo de miles y miles de mujeres en la Ciudad de México y el resto del país es enorme. La violencia en su contra es continua y parece imparable. Según las cifras oficiales, nueve mujeres son asesinadas cada día en México. Y cada cuatro minutos se produce una violación. Y cuarenta por ciento de las mujeres han sido víctimas de algún tipo de abuso. Y las desaparecidas, vejadas y violentadas de diversos modos se cuentan por miles. Hay que vivir en el limbo para no darse cuenta de la dimensión del problema. No hay servicio de mensajería o red social en México que no hierva a diario con los avisos de chicas desaparecidas a las que familias y amistades buscan. ¿Qué es lo que no se entiende en el enojo de tantas y tantas mujeres hastiadas de ser las presas de todos los predadores concebibles en el país?

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Y sin embargo, allí está la evidencia de otro horror: la extendida y grotesca incapacidad para comprender. Del Gobierno de la Ciudad de México, para empezar, que en lugar de reconocer la masacre cotidiana se aferra al viejo esquema autoritario que desdeña y criminaliza las protestas sociales. Del Gobierno federal, que minimiza la violencia contra las mujeres (y la violencia en general) mientras se obsesiona con cualquier otro tema. Y por último, y esto es para preocuparse, la incapacidad para entender de parte de la sociedad mexicana, que prefiere repetirse el cuento de que el problema son las paredes rayadas y los vidrios rotos de una protesta desesperada, y no la humillación, el miedo, la persecución y el peligro continuos al que se ve expuesta todos los días la mitad de la población. Mientras crezca el cinismo y con él los lamentos fariseos que equiparan los daños ínfimos que dejan las marchas con los asesinatos y las violaciones, no habrá soluciones posibles y todos los gobiernos se sentirán justificados en su negligencia, ineptitud y sordera.

Pero la alternativa es clara: hacerse el sordo es ponerse del lado de los que violan y matan. Y violar y matar, por si alguien es tan tonto que lo duda, es mucho más grave que romper un vidrio o rayar unas piedras, aunque sean las del altar de la Patria.

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