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COLUMNA
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El rey del juego

Lo asombroso es que ante el despliegue discursivo de Iglesias desde el 26-M pueda hablarse de equilibro en responsabilidades

Antonio Elorza
El líder de Unidas Podemos, Pablo Iglesias, durante la primera jornada del debate de investidura.
El líder de Unidas Podemos, Pablo Iglesias, durante la primera jornada del debate de investidura.Kiko Huesca (EFE)

La partida pudo haber sido de póker descubierto, con el dominio psicológico como elemento decisivo, pero su desarrollo encaja mejor en un enfrentamiento sobre el tablero de ajedrez. Los términos del conflicto eran claros. Cooperación PSOE-Podemos como en fecha reciente, frente a demanda de participación privilegiada. Dada la asimetría de los resultados electorales, había un antecedente: cuando el socialista Mitterrand venció en las elecciones presidenciales de 1981, integró a varios ministros del PCF en puestos técnicos, lógicamente eludiendo la presencia de su líder Georges Marchais.

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Pablo Iglesias rechazó tal oferta y prefirió plantear un órdago, sirviéndose de la importancia de su voto. Prefirió mantenerse inmóvil, ante el triunfalismo de Pedro Sánchez, y representar el papel de socio unitario humillado. Habló de cesiones propias inexistentes, invirtiendo la imagen de su intransigencia real de cara a la opinión. Así fue imponiendo su juego sobre el adversario, hasta el momento en que éste decidió romper el cerco pasando al ataque, con su jaque a Iglesias, el veto. Éste respondió con una hábil entrega de calidad, de la propia Reina (él), pasando a atacar de inmediato sobre el vacío dejado, poniéndose al borde del jaque mate. Iglesias se convertía en el mártir de la democracia, víctima de un censurable veto, y legitimaba sus desaforadas aspiraciones de presencia gubernamental, proporcional a sus votos.

Una falsa evidencia más de su marca de fábrica, porque estamos en una democracia representativa. Así su pretensión de dominio sigue intacta. Ni siquiera tuvo Iglesias ante la investidura el valor intelectual de examinar el programa de gobierno presentado por Sánchez. Enumeró políticas de origen propio, justificativas de que Podemos formara parte del Gobierno, pasando por alto que Sánchez las había descrito con mucho mayor detalle en su discurso programático.

Las razones para el planteamiento del socialista no existían: eran simples “excusas”, frente a demandas indiscutibles. Pedro Sánchez dejaba de existir, salvo como obstáculo a las verdades como puños de Iglesias. Siempre en nombre de un “respeto” que no concedía al otro. En tales circunstancias, desde el punto de vista del socialismo, coalición equivalía a rendición.

Lo asombroso es que ante el despliegue discursivo de Iglesias desde el 26-M pueda hablarse de equilibrio en responsabilidades. La mayoría de los comentarios “equidistantes” ignoran la secuencia del episodio. Los sucesivos retrocesos del PSOE están ahí, lo mismo que el muro de intransigencia de Podemos, su obsesión por acceder al poder gubernamental, sin que la cuestión del programa intervenga para nada. Iglesias la mencionó solo marginalmente, igual que negativas del PSOE al conceder ministerios, traicionando el secreto y, quién sabe, falseando los datos. No se trata de una oferta de alianza, sino de un asedio. Vencedor.

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