El sueño de la Luna
La llegada del hombre al satélite hace medio siglo cambia nuestra cultura y nuestra concepción del mundo
A la Luna se puede viajar con el cuerpo o con la mente. El primero que puso allí el cuerpo fue Neil Armstrong, hace exactamente 50 años. Pero el primero que puso la mente fue uno de los padres de la ciencia, Johannes Kepler. A principios del siglo XVII, Kepler era el matemático oficial del emperador Rodolfo II del Sacro Imperio Romano Germánico. En una de sus reuniones cotidianas, el emperador preguntó a Kepler qué eran esas zonas oscuras que se veían en la Luna. “Seguramente, señor, son las sombras que proyectan las montañas lunares”. No lo eran, pero esa respuesta improvisada presagió, en efecto, la literatura de ciencia ficción. Y el primer viaje a la Luna de la historia de la humanidad. Con la mente, por supuesto.
Entonces, ¿en qué cambió nuestra percepción del mundo la misión del Apolo 11 que celebramos ahora? Es una buena pregunta. Al menos desde Kepler, todas las generaciones de científicos que habían nacido en cuatro siglos estaban seguros de que la hazaña de Armstrong, Collins y Aldrin era posible, y que la única cuestión pendiente era desarrollar la tecnología necesaria para ello. Hoy sabemos que tenían razón, pero también que costó siglos convertir el enorme salto conceptual de los pioneros de la carrera espacial —Copérnico, Kepler, Galileo, Newton— en un viaje real de un cuerpo humano a nuestro satélite. La cantidad de escollos técnicos que había que resolver resultó enorme, y aquellos hacedores de nuestro mundo murieron sin comprobar la certeza de sus ideas. Aunque también, seguramente, sin dudar de ellas.
Órbita
La primera persona que puso un objeto en órbita (con la mente) fue Newton, que concibió un experimento mental difícil de refutar. Si lanzas una bomba con un cañón, el impulso inicial hará que la bomba se mueva en horizontal, mientras que la gravedad la hará ir cayendo al suelo. El resultado es el famoso tiro parabólico que todos, incluidos los militares, estudiamos en el colegio. Pero, si el cañón es lo bastante poderoso, ocurre algo extraordinario. La bomba quiere caer al suelo, pero la curvatura de la Tierra se lo impide, porque aleja el suelo cada vez más. La bomba, calculó Newton, no tendría otra opción que ponerse en órbita alrededor de la Tierra. Esas bombas de Newton son nuestros cohetes, incluido el que llevó a Armstrong a la Luna.
Pero Newton ni había nacido cuando Kepler viajó a la Luna (también con la mente, desde luego). Allá atrás en 1609, cuando Rodolfo le preguntó por las manchas lunares, Kepler no estaba solo con el emperador. Asistía también a la reunión Wackher von Wackenfels, el asesor religioso del monarca, y fue él, más que Rodolfo y hasta más que Kepler, quien se quedó mesmerizado por la mera idea de que la Luna pudiera tener montañas, no hablemos ya de sus sombras. Wackenfels, como cualquier otro espécimen del género Homo, llevaba viendo la Luna todas las noches desde que nació, pero jamás había imaginado que aquel disco de luz que arrullaba a los amantes pudiera ser un mundo, con sus valles y montañas, sus días y sus noches y su historia particular e irrepetible.
Todos éramos Wackenfels hasta 1969, cuando el Eagle, el módulo lunar de la misión Apolo 11 que llevaba dentro a Armstrong y Aldrin, tocó suelo en el Mar de la Tranquilidad, un gran depósito basáltico generado por primitivas erupciones volcánicas en nuestro satélite. Los mares (o maria) lunares son esas zonas oscuras que se aprecian en la Luna a simple vista, y se llaman así porque los astrónomos antiguos los confundieron con mares auténticos. Hace 50 años, los ingenieros de la NASA sabían perfectamente que no lo eran, pero mandaron allí a los astronautas porque parecía una región bastante plana y uniforme. No lo era.
Cuando el Eagle se aproximó al suelo lunar, Armstrong percibió que aquello era un pedregal de mil demonios. El módulo lunar tenía cuatro patas, y cada una con un sensor avanzado para la época, pero con todo y con ello alunizar allí parecía una idea de bombero. Y Armstrong no lo era en absoluto. Los ingenieros que trataron con él conocen bien el acero frío de su mente racional.
Iba muy corto de combustible, al menos si quería volver a casa, pero tomó la decisión correcta de gastárselo casi entero en buscar un aeropuerto mejor y alunizar allí. “Houston, aquí Base Tranquilidad”, transmitió el astronauta a Tierra. Lo de la “base” se lo había inventado, pues ninguna había allí, pero el lapsus reveló seguramente el plan original de la NASA, que era construir una base lunar permanente. El programa se suspendió por falta de entusiasmo político, y la Base Tranquilidad sigue sin existir. Pero allí estaban aquellos dos tipos en la Luna, como hubiera soñado Kepler cuatro siglos antes.
Hasta ese momento, en efecto, todos éramos Wackenfels, gente que llevaba toda su vida viendo la Luna cada noche, pero incapaz de percibir lo que ese círculo luminoso significaba sobre nuestra posición en el cosmos, en el gran esquema de las cosas, en el plan del Old One, como llamaba Einstein a ese Dios en el que no creía. Sí, los astrónomos conocían las posiciones, los físicos las ecuaciones y los ingenieros las técnicas, pero mientras no vimos pasear por el suelo lunar a Armstrong y Aldrin todos seguíamos siendo Wackenfels, el asesor religioso del emperador Rodolfo.
Fresnedillas
Sobre la distancia que media entre el conocimiento teórico y la evidencia práctica —entre Kepler y Armstrong— no se me ocurre una mejor ilustración que una anécdota aportada por José Manuel Grandela, uno de los ingenieros de la NASA que recibieron las comunicaciones del Apolo 11 desde la estación madrileña de Fresnedillas de la Oliva, un pueblo al oeste de Madrid que en la época tenía 700 habitantes (hoy el doble) y una amplia y desenvuelta población de gallinas, vacas y otros semovientes que se revelaron como un peligro para los visitantes norteamericanos. Fresnedillas fue uno de los tres puntos con que la NASA cubrió el planeta a intervalos de 120º (los otros dos estaban en Estados Unidos y Australia) para tener la misión a la Luna en contacto permanente pese a la rotación de la Tierra. Y esto es lo que escucharon en los momentos críticos.
Aldrin no salió del módulo lunar inmediatamente tras Armstrong, sino 15 minutos después. Armstrong le preguntó por qué había tardado tanto, si tal vez había encontrado algún problema con la escotilla o la escalerilla. Y lo que respondió Aldrin dejó de piedra a los controladores de Fresnedillas. Justo mientras bajaba, Aldrin se dio cuenta de que la puerta del módulo lunar no tenía una manecilla por la parte de fuera.
Entre las 29 toneladas de material de alta tecnología que cientos de ingenieros habían puesto en la nave espacial, a nadie se le había ocurrido adosar a la puerta del módulo un picaporte que podían haber comprado en una chatarrería. Gracias a Dios, en la Luna no hay corrientes de aire, puesto que no hay aire, pero la mera posibilidad de que se hubiera cerrado la puerta con los dos astronautas por la parte de fuera produce una mezcla de escalofrío y risa tonta que es difícil de parar.
Y esa es una eventualidad que no se le ocurrió a Kepler en su viaje mental. La crisis del picaporte ilustra bien la diferencia de textura narrativa que ofrecen los viajes reales y los imaginarios. Kepler publicó el suyo en la primera novela de ciencia ficción de la historia, Somnium (El sueño, o El sueño de la Luna en algunas versiones). Salió en 1634, con Kepler ya muerto y editada por su hijo, pero la historia se gestó, precisamente, a partir del asombro que Wackenfels había sentido al oír hablar a Kepler de las montañas de la Luna. Los dos asesores del emperador Rodolfo, el religioso y el matemático, se enzarzaron en una serie interminable de conversaciones nocturnas sobre la posibilidad de viajar a la Luna, sobre el descubrimiento de otros mundos y la naturaleza de sus habitantes. Y fue el religioso quien convenció al científico de que escribiera su novela.
Cincuenta años después de que El sueño de la Luna pasara a la estantería de no-ficción, cabe preguntarse en qué cambió el Apolo 11 nuestra cultura y nuestra concepción del mundo. Un primer efecto, paradójicamente, fue desincentivar la carrera espacial. Una vez que Estados Unidos había clavado su bandera en el Mar de la Tranquilidad —o la “Base de la Tranquilidad”, como dijo Armstrong desde allí en su célebre lapsus—, no sólo los soviéticos perdieron interés en llegar allí, sino que también lo perdieron los propios norteamericanos. Tras Armstrong y Aldrin, otros diez astronautas estadounidenses pisaron suelo lunar, pero esas misiones ya ni abrían los telediarios. La gente, y en particular los congresistas que financiaban a la NASA, se habían empezado a aburrir de todo eso. El programa fue suspendido, y la Luna solo está empezando en estos años a aflorar de nuevo en los sueños de los científicos y los discursos de los políticos.
Las consecuencias científicas y tecnológicas de las misiones Apolo han sido grandes -del conocimiento de la geología lunar al GPS- y otros artículos de este diario han dado buena cuenta de ellos. ¿Y los efectos culturales? ¿Ha perdido magia la Luna desde que Armstrong plantó la bota en su suelo? Hay un sentido en que sí: muchos intelectuales y activistas empezaron de inmediato a hacer frases del tipo “¿sabemos poner un hombre en la Luna y somos incapaces de arreglar esto o aquello en nuestro planeta?”, “si gastáramos todo ese dinero en paliar las desigualdades en casa…” y “Objetivo: la Tierra”. Esta discusión sigue hasta hoy y merece la pena seguirla. Sobre cómo asignar mejor unos presupuestos siempre escasos, nadie está en posesión de la verdad absoluta.
La novela de Kepler, en el fondo, acabó mucho peor que todo esto. Como los protagonistas eran el propio Kepler y su madre, y como esta última se revelaba en el relato como una especie de bruja —un recurso de guion necesario para hacer llegar la nave a la Luna con la pobre tecnología de la época—, Katharine Kepler fue acusada de brujería y condenada en 1620. Su hijo logró salvarla de la hoguera, pero solo para verla morir al poco de abandonar la cárcel. Fue la primera víctima del sueño de la Luna. Vendrán más. Está en nuestra naturaleza.