Contra Europa
El independentismo cuestiona la naturaleza democrática de la Unión
El Tribunal de Justicia de Luxemburgo denegó el pasado lunes la medida cautelar solicitada por el expresidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, y el exconsejero Toni Comín, a fin de que pudieran tomar posesión como eurodiputados. La negativa a aceptar las pretensiones de ambos prófugos es el último revés sufrido por el independentismo en su estrategia de denigrar el sistema democrático español, disfrazando a los partidarios de su programa como minoría en peligro para que la comunidad internacional ejerza el deber de proteger, según sucedió en Kosovo.
Pocas fechas antes, el Tribunal de Derechos Humanos respondió a una demanda de la expresidenta del Parlament, Carme Forcadell, que es un grave atentado contra la democracia convocar como ella hizo el pleno de una Cámara autonómica para derogar una Constitución, sustituyéndola por un artefacto de apariencia jurídica salido de la fantasía febril de académicos adictos a la causa. Otras dos resoluciones judiciales desestimando sendas demandas sobre la organización del referéndum ilegal en Tarragona y solicitando el levantamiento de la prisión provisional de Forcadell completan el inventario de tropiezos del independentismo con una realidad muy concreta: la democracia que tanto invoca no está en su lado, sino en el de las instituciones establecidas por la Constitución de 1978, contra las que atentó.
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La sucesión de decisiones judiciales contrarias a las pretensiones del independentismo pone de relieve, no las deficiencias de su defensa legal, sino su manipulación propagandística del proyecto europeo. La Unión no es como pretende el independentismo una instancia metafísicamente democrática que a demanda de los abogados de prófugos y encausados en procesos penales imparciales censura a dictaduras encubiertas que solo ellos padecen y solo ellos son capaces de desenmascarar. Antes por el contrario, la naturaleza democrática de la Unión procede de la que comparten sin excepción todos y cada uno de sus miembros. Incluida España, como no dejan de ratificar las instituciones europeas ante las pretensiones manipuladoras del independentismo.
El expresident fugado declaró que el independentismo no quiere estar en esta Europa. En realidad, Puigdemont no revela nada que no se supiera: no es solo ahora cuando buena parte del independentismo no quiere formar parte de esta Europa, la única que existe, sino que tampoco lo ha querido nunca, porque su objetivo en todo momento ha sido lo que le han negado repetidas veces los tribunales: servirse de la Unión como coartada. El efecto adicional de la última decisión de Luxemburgo es que ha puesto a Puigdemont y, con él, al independentismo en su conjunto, ante la tesitura de ocupar su auténtico lugar en el panorama político europeo, junto a los eurófobos y a quienes solo desean que la Unión se convierta en arma arrojadiza contra los extranjeros. Para algunos compañeros de viaje del independentismo, en cuyas filas acaba de declararse Puigdemont, los extranjeros son los náufragos, inmigrantes y refugiados que vienen de fuera de las fronteras europeas. La tenebrosa innovación del independentismo ha sido el intento de convertir en extranjeros —o como sus dirigentes prefieren decir, en españoles— a los catalanes que rechazan el programa de la secesión.
Las instituciones de la Constitución de 1978 no lo han permitido, pero tampoco las de la Unión Europea.
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