Muere el militar que quería guerras con drogas en lugar de bombas
James Ketchum experimentó en secreto con miles de soldados para estudiar los efectos incapacitantes del LSD y otras sustancias psicodélicas
El militar estadounidense James S. Ketchum fantaseaba con guerras sin muertos y trabajó para conseguirlas. En la década de 1960, cuando todavía estaban muy recientes los 60 millones de cadáveres de la Segunda Guerra Mundial, Ketchum se dedicó a probar los efectos de drogas psicodélicas, como el LSD, en miles de soldados, a los que filmaba en pleno delirio. Algunos veían a liliputienses jugando al béisbol. Otros caían aterrorizados al imaginar que sus manos sangraban a chorros. El pasado 27 de mayo, Ketchum falleció a los 87 años en su casa de Peoria (Arizona), según ha confirmado su viuda al diario The New York Times. Murió sin ver su sueño pacifista cumplido y con algunas de sus cobayas humanas denunciando secuelas en los tribunales.
Entre 1955 y 1975, unos 7.000 hombres se apuntaron voluntariamente a los experimentos con drogas y armas químicas en el arsenal de Edgewood, al noreste de Washington. En plena guerra de Vietnam, los soldados acudían atraídos por las condiciones: tres días libres a la semana y una buena paga por un mes de trabajo que básicamente consistía en jugar al pimpón y someterse a un par de ensayos. En principio, era mejor que la jungla del Vietcong, aunque algunos jóvenes permanecieron 15 minutos dentro de un aerosol de BZ, una droga incapacitante similar a la burundanga. Ketchum soñaba con “nubes de confusión” que derrotaran a batallones enemigos sin necesidad de bombas.
Entre 1955 y 1975, unos 7.000 hombres se apuntaron a los experimentos con drogas de Edgewood
“¿Cobayas inconscientes? ¿Jóvenes ingenuos captados por la propaganda del Ejército? ¿Soldados cortos mentales que no pudieron tomar buenas decisiones? ¿Individuos ignorantes que no sabían en qué se estaban metiendo debido a que era alto secreto? En mi opinión, no ocurrió nada de esto”, escribió Ketchum en sus memorias, autoeditadas en 2006 con el título Guerra química. Secretos casi olvidados.
En 1975, una investigación interna del Ejército subrayó que ninguno de los 7.000 voluntarios del arsenal de Edgewood murió ni sufrió “lesiones graves”. Sin embargo, un documental británico de 1993 entrevistó a varios antiguos voluntarios, aquejados todavía por delirios y arrebatos violentos. Uno de ellos, el sargento James Stanley, explicaba que empezó a tener alucinaciones periódicas tras participar en los experimentos, pero nunca denunció nada por miedo a perder su trabajo en el Ejército. “Lloraba a escondidas”, afirma Stanley.
Ketchum, nacido en Nueva York en 1931, había trabajado como donante de esperma y como técnico nocturno en un banco de sangre para pagarse sus estudios de psiquiatría en la Universidad de Cornell. Cuando un reclutador militar le ofreció alistarse en 1955, el joven seguía endeudado y no se lo pensó dos veces. En 1976, con el arsenal de Edgewood ya cerrado y con el programa de experimentación con humanos abandonado, Ketchum dejó el Ejército para trabajar como psiquiatra en la Universidad de California en Los Ángeles.
En sus memorias dejó su versión sobre lo ocurrido en el arsenal de Edgewood. “[Este libro] subraya el patriotismo y la valentía de los muchos voluntarios que confiaron en nosotros lo suficiente como para tomar extrañas drogas cuyos efectos aún no se conocían del todo. Ellos sabían los riesgos y los aceptaron de buena gana”, escribe Ketchum, comparando a sus soldados con los hombres que se ofrecieron para viajar por primera vez a la Luna. “La diferencia es que, en Edgewood, buscábamos soldados dispuestos a viajar al espacio interior”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.