Contar la ciudad durante el Ramadán
Regresamos a Saint Louis, en Senegal, en el mes sagrado para el islam. Durante el día todo se mueve muy despacio, pero de noche el panorama cambia de manera radical
Este viaje a Saint Louis, corazón de nuestro proyecto para contar los desafíos de África a través de una ciudad durante un año, empieza con dos retos. El primero consiste en sobrevivir a casi 24 horas de desplazamiento entre tren, metro, avión hacia el norte de Europa, avión hacia el sur y luego unas cuantas horas de coche para rematar. El segundo reside en llevar adelante el trabajo durante el Ramadán.
A medida que pasan las horas del día, las personas van perdiendo energía por la falta de comida y bebida, que se hace dura con el calor. La ciudad parece adormecida. Cuando se acercan las 19.30, hora en la que los fieles pueden romper el ayuno, hay un repunte de actividad. Las mujeres hacen las últimas compras en el mercado, se forman atascos en el puente Faidherbe que une la isla con el continente... todos tienen prisa por volver a sus casas. Algunas personas piden dinero a los pasantes para ofrecer una bebida caliente a los que no se lo pueden permitir. De repente, los transeúntes se convierten en fantasmas y desaparecen para compartir pan y dátiles con sus familias.
La vida nocturna, en cambio, cobra otro fervor. A todas horas se oyen rezos y cantos de las mezquitas. Los deportistas se atan las zapatillas y salen a correr. Un día, la explanada ocupada normalmente por el mercado, amaneció con una lona gigante en lugar de los puestos de fruta y verdura. Unas horas más tarde, unas sillas de plástico azules se habían adueñado del espacio alrededor de un escenario. A pesar de los altavoces que entonaban oraciones a todo trapo, unos jóvenes nos explicaron que estaban esperando la llegada de un importante marabú. Uno de ellos, poco más que veinteañero, llevaba al cuello una vistosa medalla con la cara del líder espiritual. Sacó el móvil del bolsillo y nos mostró un vídeo de una fiesta en la que todos bailaban desenfrenados. “¿Vais a venir esta noche sobre la una, no?”, nos preguntó. No fuimos, pero fue como estar allí, ya que desde la cama de nuestro alojamiento en la isla se escuchaba la música como si estuviéramos en primera fila. A las cuatro de la mañana, la llamada a la primera oración desde la mezquita nos dejó claro que Saint Louis nunca duerme.
El objetivo de este nuevo viaje era el de hacer pequeños retratos de los barrios más allá de la isla. Nos pateamos la ciudad de arriba abajo, volviendo cada noche a nuestra habitación con las zapatillas llenas de arena (con la única excepción de un día, en el que tuvimos que pillar cuatro taxi seguidos para llegar a tiempo a todo).
Cruzamos al menos 30 veces el puente que une la isla con el continente. Nos metimos en descampados utilizados como campos de fútbol entre Messis y Ronaldos sin zapatillas; entramos en el departamento de maternidad del hospital; en el gimnasio donde los jóvenes sueñan con convertirse en el próximo campeón de África de boxeo. Hablamos con jefas de barrio, criadoras de pollo, estudiantes de español, marabúes y talibés. Paseamos por el cementerio y por escuelas con 80 alumnos por clase. Anduvimos (con mucho cuidado) sobre montañas de chatarra. Nos juntamos con extranjeros que han venido aquí para quedarse y con lugareños que nunca han salido de su barrio. Y aún tenemos muchas historias que contar.
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