La sombra de la Bauhaus es alargada (e imprevisible)
El centenario de la apertura de la escuela de arquitectura, diseño y artes aplicadas más influyente del siglo XX ha traído consigo una relectura crítica de su historia
En 1981, el arquitecto barcelonés Josep Lluís Sert relató a Manuel Vicent la siguiente anécdota, referida al viaje de estudios que realizó junto a sus compañeros al acabar la universidad en 1929. “Entonces hicimos un viaje por todo el centro de Europa. Recuerdo que llevábamos a un profesor que no sabía lo que era la Bauhaus. Llegamos allí y, al verla, dijo: ‘Están ustedes equivocados; esto es una fábrica: ¿cómo puede ser una escuela de arquitectura?”. La anécdota, publicada originalmente en EL PAÍS y rescatada recientemente por la investigadora María del Mar Arnús en la biografía Ser(t) arquitecto (Anagrama), ilustra de un modo gráfico el impacto que produjo en la arquitectura de los años veinte la aparición de la Bauhaus, una peculiar escuela de artes aplicadas que hoy ocupa una posición casi mitológica en la historia visual del siglo XX, y que este año ha vuelto al debate público con motivo del primer centenario de su fundación.
Convertida en etiqueta, en adjetivo, en mantra e incluso en insulto, conviene recordar que el recorrido de esta institución fue azaroso, accidentado y, en cierto modo, breve: apenas 14 años transcurridos entre 1919, cuando abrió su primera sede en Weimar, y 1932, cuando cerró sus puertas ante el acoso del Gobierno nacionalsocialista. En sus inicios, como recuerda el historiador Kenneth Frampton, fue una escuela-taller donde las artes decorativas y aplicadas se enfocaban desde el punto de vista de la artesanía, emulando casi la formación gremial del medievo. Ni siquiera la mística (religiones orientales incluidas) estaba excluida del currículo. Las cosas cambiaron, sin embargo, alrededor de 1922, cuando Gropius, fundador de la escuela, dio un golpe de timón y decidió orientarlo a la producción industrial.
“La Bauhaus influyó en todo, no solo en arquitectura”, explica la profesora Pilar Chías, decana de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Alcalá. “Alemania quería recuperar un papel protagonista en el campo del diseño industrial, y la Bauhaus formó parte de aquella imagen de marca”. Fue en aquella época cuando los parámetros de la etiqueta Bauhaus quedaron definidos. “Todo se basaba en la industrialización y en la ruptura con el estilo Biedermeier de la época anterior”, apunta Chías. “La Bauhaus limpió aquellos interiores recargados y propuso la producción en serie de objetos y espacios que debían llegar a todo el mundo. Lo que queda de la Bauhaus es precisamente esa predilección por los espacios diáfanos, por la luz, la claridad y la idea de una ciudad salubre para sus habitantes”.
Esa intuición, que hoy no cuesta reconocer en nuestras casas, compuestas por estancias funcionales y amuebladas con piezas modulares, combinables e, incluso, autoinstalables, fue un auténtico golpe de efecto capaz de transformar toda la arquitectura de su época. Arnús, en su biografía de Sert, recuerda el impacto que las enseñanzas de Gropius tuvieron en el joven arquitecto catalán. De hecho, su primera obra de envergadura, un edificio de ocho plantas en la calle del Rosellón de Barcelona (1929), era un ejercicio de vivienda mínima racional, accesible y moderna que aspiraba a generar una nueva tipología en el Eixample. Aunque Sert, en el debate de su época, terminó decantándose por la calidez humanista de Le Corbusier y por la reivindicación de la arquitectura vernácula mediterránea, afianzó a lo largo de las décadas una estrecha relación con Gropius en la Universidad de Harvard. Gropius había recalado en la universidad estadounidense en 1937 como responsable del departamento de arquitectura, y en 1942 invitó a Sert a impartir clases y conferencias acerca de planeamiento urbano. No fue el único caso: tras el desmantelamiento de la sede alemana de la Bauhaus, sus docentes e ideólogos continuaron su labor didáctica en centros tan innovadores como Black Mountain College. Este peculiar experimento académico presidido por otro veterano de la Bauhaus, Josef Albers, fue un foco de transgresión creativa del que surgieron los artistas Cy Twombly y Robert Rauschenberg o el compositor John Cage. También ellos, en cierto modo, fueron hijos de la filosofía Bauhaus, que apostaba por la creación libre, la contaminación entre disciplinas y la experimentación formal a ultranza.
Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XX la palabra Bauhaus había adquirido resonancias muy distintas. La funcionalidad a ultranza, la carencia de ornamentos y la racionalidad estructural que había formado parte de su credo se transformaron en un tópico y, en ocasiones, en una caricatura. Años después, el escritor Tom Wolfe reflexionaría sobre ello en su ensayo From Bauhaus to our House (1981, traducido al español como¿Quién teme al Bauhaus feroz?), en el que deploraba que, bajo la influencia de Gropius y Van der Rohe, varias generaciones de niños se hubieran educado “en colegios que parecían almacenes de piezas de repuesto para máquinas duplicadoras”. Llevada al extremo, la frialdad de la Bauhaus, que había nacido como un antídoto contra el recargado, contaminado y tenebroso siglo XIX, había generado otro tipo de espacios inhóspitos. “Las casas de la Bauhaus siguen siendo vigentes”, reflexiona Chías. “Pero sí es cierto que algunos de sus conceptos, como el de las glass boxes o edificios concebidos como cajas de cristal, están superados porque en ellos se resiente mucho el confort de la vida cotidiana”. Tampoco la preocupación por la sostenibilidad, hoy esencial para cualquier arquitecto, formaba parte de las inquietudes de esta escuela surgida en plena euforia industrial. Resulta lógico, tanto como la revisión crítica que ha acompañado los fastos de celebración del primer centenario de la inauguración de la escuela. Se ha llamado la atención, por ejemplo, acerca del papel de las mujeres, relegadas en la escuela a ciertos departamentos “menores” y silenciadas durante décadas. Este es el tema de Bauhausmädels (Taschen), una reciente monografía de Patrick Rössler.
La funcionalidad a ultranza y la racionalidad estructural se transformaron en un tópico y, en ocasiones, en una caricatura
Bauhaus fue una institución moderna, pero siempre dentro de los parámetros de la Alemania de los años veinte. Por eso, y dado que en las décadas posteriores a su desaparición su influencia se fue ramificando en los infinitos itinerarios de la arquitectura moderna, es posible que su huella más notoria hoy se encuentre en el mismo lugar en el que todo comenzó: en las aulas. “La Bauhaus apostaba por una transformación social desde la enseñanza artística”, apunta Alessandro Manetti, consejero delegado de IED Escuela Superior de Diseño en España. “Por tanto, todas las escuelas de diseño han tenido como referente a la alemana por ser la primera que cambió las reglas de la enseñanza de esta disciplina”. Manetti menciona la combinación de educación teórica y metodología práctica mediante talleres, el prototipado de ideas, el diseño de procesos y la preocupación por el aspecto social del diseño. “La Bauhaus motivaba al alumno para que expresara su creatividad personal a través de la práctica y del trabajo manual, metodología que está muy presente en las escuelas de diseño del siglo XXI. Los espacios maker y fab labs recuerdan a los talleres de la Bauhaus”, señala el responsable de esta institución educativa. Por ello, más allá de una estética superada o una idea del diseño, la huella de la Bauhaus se percibe hoy en algo menos tangible pero más decisivo: en la propia noción de la arquitectura y el diseño como ejercicios de construcción que solo pueden proyectarse al futuro si antes pasan por el taller.
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