Lo antiguo, siempre de moda
La antigüedad es un país inmenso separado del nuestro por un largo intervalo de tiempo", escribía D'Harcanville a finales del siglo XVIII en su prólogo a los volúmenes para la colección de Sir William Hamilton, intento ilustrado de ordenar y clasificar la gran colección arqueológica del caballero inglés, a veces más conocido a través de la novela El amante del volcán, de Susan Sontag, como el marido de Emma -la que sería amante de Nelson-. Hamilton se había trasladado a Nápoles en misión diplomática hacia 1765, cultivando desde muy pronto las que iban a convertirse en sus grandes pasiones, los volcanes y las vasijas. Estas últimas eran entonces relativamente fáciles de atesorar al ser aún incipiente la pasión por las civilizaciones de la antigüedad que tan de moda pondrían las grandes expediciones coloniales inglesas y francesas de finales de 1700, aquellas que hacían gala de falso cientifismo y objetividad.
¿Por qué sólo con oír la palabra Tutankamón estamos todos con la chaqueta en la mano, dispuestos a ver lo que sea?
Puede que ese viaje dramático hacia la antigüedad como país extranjero fuera más radical si cabe que la aventura "exótica" de Cook: ¿qué hay más lejano, y por tanto más imposible de alcanzar, que lo que ha dejado de ser? Lo había escrito Gautier en una carta a propósito de Salambó, la obra cumbre sobre la más extinguida de las civilizaciones, la menos conocida, Cartago: "Existen dos significados de exotismo: el primero es el gusto del exotismo en el espacio, el gusto por América, las mujeres amarillas, etcétera. El gusto más refinado, la suprema corrupción, es el gusto por el exotismo en el tiempo: por ejemplo, a Flaubert le hubiera gustado fornicar en Cartago. Por lo que a mí respecta, nada me excitaría más que una momia".
Y, sin embargo, esa pasión hacia las momias de la cual hacía gala necrófila Gautier en los años sesenta de 1800 no sería siempre tan intensa ni de la misma naturaleza. Basta con echar un vistazo a otra de las grandes colecciones, la de Sigmund Freud, cuyas antigüedades egipcias, griegas y romanas fueron parte esencial de sus investigaciones sobre el inconsciente. La colección, nada desdeñable, había sido reunida por alguien que no era ni mucho menos rico, siempre carcomido, además, por gastar su no tan abundante patrimonio en esos objetos que le obsesionaban en lugar de pensar en el bienestar de su familia -ah, las culpas del psicoanalista...-. Pese a todo, en la Viena de aquellos años alguien como Freud se lo podía permitir.
De hecho, a finales del XIX, recuerda Lynn Gamwell, las antigüedades eran baratas en Viena, en parte porque los objetos a disposición no escaseaban -era fácil "sacarlos" de Grecia o Egipto para ponerlos a la venta- y porque para el gusto de la capital austriaca, gobernada entonces por el estilo Biedermeier, los restos arqueológicos no eran signo de distinción. Baste con recordar que en los años veinte del XX una vasija griega no superaba en esa ciudad el equivalente a 200 dólares frente a los 5.000 o 10.000 que, siempre según la misma autora, podía costar a finales de los ochenta del XX. Se podría, además, decir que entre el nacimiento y la muerte de Freud se asiste al establecimiento de la arqueología moderna: si en 1839 Troya es aún un mito -el primer viaje de Schliemann data de 1873-, en 1939 y tras el descubrimiento de la tumba de Tutankamón en 1922, los grandes museos de arqueología, incluidos los de El Cairo y Atenas, son una realidad.
Las culturas extinguidas se iban, pues, poniendo de moda al ritmo de los descubrimientos -o a medida que los ojos ávidos del poder así lo decidían en función de los botines de guerra que desde finales del XVIII fueron llegando a las capitales coloniales por excelencia, París y Londres-. Porque no todas las civilizaciones extinguidas valían lo mismo, ni valían siquiera igual que las obras maestras de Occidente. Lo iba a probar un curioso hecho ocurrido en el Louvre en 1911 que en apariencia poco tenía que ver con los objetos arqueológicos.
Tras el tan publicitado robo de La Gioconda -supuestamente para devolverla a su país de origen, por cierto- se pusieron a hacer recuento de las obras y observaron abrumados que el cuadro no era lo único que faltaba. Numerosas estatuillas arqueológicas -íberas, sobre todo- habían sido sustraídas y el propio Guillaume Apollinaire, el "inventor" del cubismo, era llamado a declarar bajo sospecha de complicidad con el secretario belga Géry Pieret, quien visitaba el museo con demasiada asiduidad como quien va a una tienda bien surtida. Quizás hubieran debido tomar en serio el ofrecimiento que solía hacer a Marie Laurencin, vizcondesa de Noailles y protectora de los vanguardistas: "Señorita Marie... voy a Louvre. ¿Se le ofrece alguna cosa?".
¿Qué se nos ofrece a nosotros de las civilizaciones extinguidas? ¿Egipto, Mesopotamia, los etruscos...? ¿Por qué propician largas colas mostrando a veces objetos rituales, delicados, diminutos, fragmentarios? ¿Por qué llenó Tutankamón los museos donde fue mostrado en su gira triunfal de los setenta del XX? ¿Por qué sólo con oír la palabra Tutankamón estamos todos con la chaqueta en la mano, dispuestos a correr a ver lo que sea? ¿Por qué llena Egipto como llenaron todas y cada una de las exposiciones que fue mostrando el Palazzo Grassi en Venecia -de los etruscos a los fenicios- o, más interesante, por qué se dedican ahora los esfuerzos del Palazzo Grassi al arte contemporáneo? ¿Buscando más visitantes, más prestigio? ¿Será que cada vez es más complicado obtener préstamos arqueológicos de los grandes museos o que ya no quedan civilizaciones antiguas por "revisar" y manufacturar?
Ciertamente, hay un top ten para la Antigüedad que tiene que ver con la propia política colonial desde el XVIII. Si Egipto y Grecia, junto a Mesopotamia, ocupan el primer puesto en fascinaciones populares y prestigio social, etruscos y fenicios los siguen. Después van apareciendo las civilizaciones americanas, hasta ahora un filón menos explotado, de las cuales aztecas e incas se han llevado la máxima popularidad, muy superior a los olmecas, por ejemplo. En estos momentos -y quizás por algunos de los problemas planteados y relativos a los préstamos-, se vuelven los ojos hacia las antiguas civilizaciones del continente africano que, aunque más complejas para el gran público por la evolución diferente de sus manifestaciones "artísticas", algunas de las cuales sobreviven hoy casi idénticas, están empezando a ser percibidas como la penúltima fascinación hacia lo que fue.
Pues no nos engañemos. No es nuestra curiosidad arqueológica la que nos hace esperar horas para ver los restos de otras vidas que fueron antes. Es más bien un deseo semejante al de los ilustrados por visitar ese país inmenso que es la Antigüedad; es el vértigo de hallarse frente a lo extinguido, la suprema corrupción en palabras de Gautier: ver lo mismo que debieron ver en tiempos de Tutankamón. Qué extraño... Bien visto y como alguien bromeaba, ¿qué hizo ese rey de extraordinario sino morir joven? El halo de lo maldito es lo que coloca al niño-faraón en el número uno del estrellato de la Antigüedad -eso y los muertos que fue dejando a su paso hasta descubrir la tumba y el ajuar funerario que hoy custodia el Museo de El Cairo-. Es igual que Moctezuma, violento e intenso, a cuya vida y muerte misteriosa va a estar dedicada una exposición que el Museo Británico londinense prepara para este otoño: otra estrella que seguro atrae público, si bien nunca como Tutankamón, claro.
Lo único que se puede decir -pese al cambio de rumbo del Palazzo Grassi- es que la arqueología sigue de moda. Y junto a la arqueología las exigencias -muy justas- de la devolución de piezas a sus legítimos propietarios. Éste es el caso ahora tan comentado de los "mármoles exilados", los frisos que Elgin se llevó de la Acrópolis y que tienen un lugar que los aguarda elocuente en ese edificio horrendo, un insulto para la vista, vulgar, excesivo, más innecesario todavía por su proximidad a una de las construcciones más deslumbrantes del mundo. Nunca he visto una cosa tan espantosa y, aunque toda mi simpatía anticolonial está con la reivindicación de regreso al país de origen de cualquier objeto, prefiero que esta obra se quede donde está, en el Británico, antes de que vuelva a ese espécimen del peor gusto, pasmarote-cristalera nunca visto.
Dejando a un lado lo oportuno o menos del edificio, parece básico preguntarse hasta qué punto puede ser preciso desmantelar las colecciones, si hasta las conformadas por saqueos tienen su propia historia que forma parte de la historia del objeto. En ese caso habría que reclamar también lo comprado por un valor inferior al real, lo procedente de expolios privados... Las cosas entonces serían otras. No sé si mejores o peores: otras. Mientras tanto, se observa cierta reticencia a los préstamos, no sea que los objetos no regresen a casa -ocurre ya con los cuadros confiscados por los nazis que han acabado en museos de prestigio a menudo a partir de ventas legales-. En fin, que como diría el secretario de Apollinaire, ni al Louvre se va a poder ir de compras.
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