Contra la ley de la gravedad
Los de abajo ven que su escaso dinero asciende a un empíreo del que ignoran casi todo. Allí se queda. Pero… ¿qué hace?
El dinero es, dicen, un invento relativamente reciente. El dinero, eso que representa la riqueza y aquello por lo cual cambiamos todo o casi todo. La mercancía universal. Esa escueta manera de nombrarlo proviene de Marx: el dinero es aquello que, en el intercambio, permite hacer conmensurables mercancías heterogéneas. Cualquier cosa a la que demos valor la cambiaremos por dinero, la mercancía universal que no se come ni se bebe, lo que nos permitirá a nuestra vez cambiar ese dinero por aquello que deseemos o necesitemos. El dinero será el fluido que permite el paso. Un lenguaje aceptado que va desde los dientes de lobo hasta los cauríes, el papel o los metales. Es sumamente imaginativo. La mediación por excelencia. Ahora el dinero es mera corriente eléctrica. Ya no necesita ser concha, diente, metal ni tampoco papel.
De Diógenes, fundador de la escuela cínica (sí, exactamente, el del tonel), se cuenta que tanto él como su padre se dedicaban a partirlo. A partir en pedazos las monedas. Era su oficio y empleo: rompían la moneda falsa. Porque falsificar dinero se volvió una actividad asombrosamente productiva, pero que ponía en peligro el invento. Atención: el dinero tiene que valer. El dinero es aquello en lo que traducimos la riqueza, digamos que le ponemos monto y cantidad. No sólo la riqueza, dinero es poder. La modernidad se interesó rápidamente por el funcionamiento del poder, lo hizo Maquiavelo, y poco después por el del dinero. Eso lo hizo un español, Joseph de la Vega, menos conocido, en su maravilloso Confusión de confusiones. Descubrió las habilidades del dinero para hacer más dinero sin mediar más riqueza presente. El dinero, si se le deja, es como la espuma. Porque tendencia tiene a fabricar pirámides.
Otra de las extrañas habilidades del dinero, quizá la mayor, es que es antigravitatorio: nunca se queda abajo. De los fondos sociales el dinero tiende a desaparecer a gran velocidad, por los muchos sistemas extractivos de que los individuos y los Estados disponen. Pero es que hay más, el dinero parece que siempre busca la cima. Una de las formas de alcanzar el poder político en las sociedades no estatales es devenir Muni (M. Harris así denominó a la forma más primitiva de poder político). Mediante trabajo arduo, alguno se hace con más que los demás; si sabe repartirlo, se hará también con la autoridad suficiente. Los otros le respetarán y a menudo seguirán sus indicaciones. No es así entre nosotros. Cuando vemos a un pobrete esforzándose sabemos que, de tener éxito, su dinero ascenderá; será cooptado por el dinero de arriba. “Dinero llama a dinero”, en el comportamiento de las clases sociales, es casi una relación personal. El de arriba vigila constantemente la producción y no lo deja nunca tirado. Lo conoce. Fraternalmente lo atrae a su círculo. Lo hace subir.
El dinero será el fluido que permite el paso. Es sumamente imaginativo. La mediación por excelencia
Por lo general este movimiento no se ha observado bien nunca. Por un fallo de perspectiva se ha visto mejor su contrario: la gente decae. No se ha cazado el preciso movimiento por el que, en exacto e igual momento, el dinero asciende. La gente pierde el dinero, pero el dinero no se pierde nunca. Igual que no es cierto que odiemos a los pobres. Es mucha más verdad que amamos a los ricos. “Hace hermoso aunque sea fiero”, dijo de él Quevedo. Don dinero exhibe todos los brillos y cualidades. Todo lo exalta. Como el sol. “Con el dinero en el bolsillo somos libres”, escribió Simmel. Pero apuremos el fondo de esa su característica ingrávida.
La miríada génica baja; el dinero sube. Los genetistas, gente reciente, afirman que todos somos hijos e hijas de monarcas. Se reproducen más. Dejan caer la simiente con voluntad y sin ella. Sus genes egoístas, más rápidamente repartidos, inundan la escala social. Los de abajo ven que su escaso dinero asciende a un empíreo del que ignoran casi todo. Lo ven volar mucho más a menudo de lo que lo ven llover, que es nunca. Allí se queda. Pero… ¿qué hace?
Arriba, con ese poder y últimamente sólo se hace tiempo. Porque el barco de la humanidad, en el que navegamos, es único. Si esto va mal, nadie se salvará. Pero, al igual que en tiempos pasados algunos enterraron tesoros en épocas atroces, imaginando poder con ellos salvarse cuando escampara, hay quien sueña con que la mercancía universal le sirva de muralla. Se están parapetando en pirámides de aire
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