El ceramista que tardó 10 años en construir un pueblo en Burgos sin habitantes
Escuela, cantina, talleres, teatro, turistas… Este pueblo tiene de todo. Menos vecinos. De hecho, este pueblo no existe. Aunque ahí está.
De entre los 1.200 pueblos de Burgos, hay uno que continúa varado cual buque fantasma a mediados del pasado siglo. Las fachadas de las casas van más atrás e incluso muestran las maderas a la vista, como era uso en época medieval a lo largo de este valle del Arlanza, hogar de villas históricas como Covarrubias, Lerma y Santo Domingo de Silos.
Sobre un muro, un cartel con la silueta de un jinete invita al agricultor a abonar con Nitrato de Chile. A la cantina, surtida de clarete y sifón, se accede por una cortina antimoscas, cuyas tiras las componen chapas de Fanta estrujadas en forma de tubo. Las agujas de zurcir se exhiben en el escaparate de la mercería junto a las bobinas de la marca Cometa. Otros bajos alojan los talleres del cestero y el guarnicionero.
En medio de un soportal, el zaguán del abuelo rebosa de aperos: un zurrón para cargar el almuerzo, la media fanega y el celemín para medir el trigo, el cedazo con el que cribarlo. Dentro de las escuelas, la de las niñas y la de los niños, los pupitres llevan agujeros para conservar la tinta de las plumas. Allí, los zagales aprenden que Castilla sale al mar por Santander y Albacete es una provincia de Murcia.
Unos cuantos forasteros merodean por las calles empedradas, pero no hay población autóctona que insufle vida a este pueblo. Porque, en realidad, este pueblo no existe.
Su creador, Félix Yáñez, lo llama “la escultura más grande del mundo”. Levantado junto a la localidad de Quintanilla del Agua, se trata de un museo a escala real que este ceramista de 58 años comenzó a forjar en 2008, cuando su trabajo, que le llevaba de una feria a otra, decaía. “La idea era crear un espacio para la familia en 200 metros cuadrados. Un capricho”, recuerda Yáñez, cuya criatura, que bautizó como Territorio Artlanza, ha crecido hasta los 15.000 metros cuadrados a la espera de un último estirón con el que alcanzará los 20.000. La visita cuesta cuatro euros para los adultos.
Tras erigir la plaza, Yáñez empezó a adquirir tierras aledañas, que no eran edificables ni se usaban para el cultivo. Si ha podido fabricar su pueblo es porque en él no hay ningún espacio habitable: (casi) todo es un trampantojo. De ruta por escombreras cercanas y con aportaciones de vecinos, fue acumulando materiales: “Maderos de enebro, canto rodado, adobe, puertas, ventanucos… Todo son elementos originales, por eso es un lugar que transmite”, apunta. “He visto a gente emocionada, incluso llorando: es algo muy entrañable, sobre todo para los que han conocido aquel tiempo”.
Ahora que Territorio Artlanza ha llegado a la orilla del río, solo queda dar forma a la última sección del urbanismo. “Quiero hacer un parque con plantas y esculturas. Llevo 10 años construyendo y me gustaría cambiar”, explica Yáñez. Con el boca a boca se ha ido expandiendo la leyenda de esta aldea transportada desde otro mundo. Especialmente por Castilla y León, también en el País Vasco y Madrid. “En los últimos años ha explotado”, presume su creador. “En 2018 tuvimos 20.000 visitantes y este año hemos tenido días de 1.000 en Semana Santa”.
Si para quienes vivieron los años cuarenta, cincuenta y sesenta esta visita constituye un viaje a la infancia, para los que hoy son jóvenes se abre la oportunidad de adentrarse en una historia tan reciente como desconocida. En verano, la experiencia se puede ampliar con los espectáculos que se celebran en el corral de comedias. Abrigadas en un recoveco del pueblo, citas escritas sobre los adoquines, como este verso de Lope, exaltan el sentimiento por aquella forma de vida casi extinta: “Créeme Juana, y llámate Juanilla; / mira que la mejor parte de España, / pudiendo Casta se llamó Castilla”.
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