Lección desde las Antípodas
En este entorno generalizado de decepción e indignación con los gobernantes, hay países y líderes que permiten seguir pensando aquello de que “la política es el arte de lo posible”
Nueva Zelanda será el primer país del mundo con un presupuesto que se medirá no por el crecimiento económico (PIB) sino por el bienestar de su ciudadanía. Así lo ha anunciado hace unos días el ministro de Finanzas neozelandés, antes de presentarlo oficialmente el 30 de mayo. En diciembre, el Gobierno había publicado un documento en el que fijaba los criterios para valorar el bienestar: desde la identidad cultural hasta el medioambiente, desde la vivienda a los vínculos sociales.
Pobreza, salud mental, personas sin hogar, rehabilitación de presos maoríes serán algunas de las prioridades. Uno de sus objetivos es que el presupuesto esté, también, al servicio de los que se han quedado atrás; de los que, pese a vivir en uno de los países más desarrollados del mundo, no pueden disfrutar de su prosperidad.
El de sustituir el PIB como única vara de medir el éxito es un debate que viene de lejos, aunque es la primera vez que un país organiza todo su presupuesto —su principal herramienta política— en torno a esta idea.
Fuera de los círculos estrictamente académicos, el Reino Unido del primer ministro conservador David Cameron ya introdujo un sistema para evaluar anualmente el bienestar. En Francia, el presidente Nicolas Sarkozy encargó en 2009 un informe sobre la cuestión nada menos que a los premios Nobel Joseph Stiglitz y Amartya Sen, junto con el economista francés Jean-Paul Fitoussi; un informe que acabó oportunamente guardado en el cajón. Por no hablar de Bután, que ha hecho de la felicidad el objetivo declarado del reino (si bien los resultados no acompañan).
El más reciente y activo apóstol del cambio de modelo es el periodista británico David Pilling, quien en su último libro, The Growth Dellusion (El delirio del crecimiento), ataca lo que denomina “la tiranía del PIB”.
Detrás de todo ello está la necesidad, acuciante, de buscar alternativas a la vorágine de consumo y destrucción del planeta en la que estamos inmersos. Ya en 1972 el Club de Roma, con su informe Los límites al crecimiento, alertaba del colapso de los recursos naturales al que nos abocaba un crecimiento económico y demográfico desbocado. Y poco hemos hecho desde entonces para frenarlo.
Muchos observarán la decisión neozelandesa con recelo. Hay reticencias ideológicas, desde luego. Hay también incertidumbres reales, como sucede con cualquier experimento. Y pueden darse otras vías, claro. No hace muchos días Joaquín Estefanía reclamaba en estas mismas páginas (en Un declive sin precedentes) la alineación del presupuesto español con la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible.
Pero en este entorno generalizado de decepción e indignación con los gobernantes en todo el mundo, hay países y líderes que permiten seguir pensando aquello de que “la política es el arte de lo posible”. Y la Nueva Zelanda de la primera ministra Jacinda Ardern, del Partido Laborista, es uno de ellos.
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