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Columna
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La sonata de la vida

Lo interesante de los virus, biológicos o digitales, no es que saquen copias de sí mismos. Es lo que puede diferenciar a cada copia

Javier Sampedro
'La Montagne Sainte-Victoire du bosquet du Château Noir' (1904), de Cézanne.
'La Montagne Sainte-Victoire du bosquet du Château Noir' (1904), de Cézanne.

El escritor Enrique Vila-Matas publicó el martes en este diario un elogio de la repetición, la insistencia y la obsesión en la creación del arte. Citaba ejemplos persuasivos como las 80 veces que Cézanne pintó la montaña Sainte-Victoire, las tres versiones que los hermanos Lumière rodaron de la Salida de los obreros de la fábrica y la respuesta que le dio John Banville a una lectora que le preguntó cuándo demonios iba a dejar de insistir en el tema de la identidad. “Cuando por fin me salga bien”, respondió Banville. Lean la columna de Vila-Matas, que tiene mucho, mucho más que eso.

Me vienen a la cabeza otros ejemplos. Picasso decía, supongo que medio en broma, que a veces vendía sus cuadros para dejar de retocarlos en el estudio: para dejar de repetirlos una y otra vez en su mente. Raymond Queneau, cofundador del OuLiPo (Taller de literatura potencial, en su acrónimo francés), publicó hace 70 años un libro inclasificable, Ejercicios de estilo, que consistía en contar una anécdota trivial 99 veces, cada una con su variación específica. La película de culto El día de la marmota consiste enteramente en la repetición de un mismo día con variaciones secuenciales. Las fugas de Bach, los lieder de Schumann y las sonatas de Hindemith esconden en su lógica más profunda esa misma estrategia repetitiva para crear cosas grandes y armoniosas a partir de sus meros componentes.

La repetición, la insistencia y la obsesión —la música— también constituyen el núcleo lógico de la biología, y la razón última de que arranque, funcione y evolucione. De hecho, esta estrategia musical de la repetición con variaciones es lo que diferencia la ingeniería natural de la nuestra. Un coche es una recopilación de tecnologías heterogéneas que han surgido en momentos históricos dispares, como la invención de la rueda hace cinco milenios, el motor de combustión de hace un siglo y unos sistemas de computación que están a medio inventar en nuestro tiempo. El marciano más tonto que visitara la Tierra vería de inmediato que un coche es un artefacto, un producto de la inteligencia humana.

Pero los seres vivos somos cosas, no artefactos, en el sentido en que una piedra es una cosa y un hacha de piedra es un artefacto. Los seres vivos no tenemos ruedas, por poner un ejemplo tonto. Las tenemos al nivel molecular, pero ningún animal ha logrado hacerlas evolucionar para la locomoción. La evolución no ha sabido cómo hacer eso, porque no tiene un sentido de la finalidad. Lo que puede hacer la naturaleza es partir de un mero par de apéndices y repetirlos con variaciones para generar un cuerpo funcional e interesante. De ahí vienen nuestros brazos y piernas.

Y también viene de ahí nuestro cerebro, que está compuesto por repeticiones con variaciones de unos circuitos neuronales que a su vez estaban formados por repeticiones con variaciones de otros circuitos aún más simples y primitivos. La ingeniería natural no inventa nada: es la repetición la que lo inventa. Una repetición es fácil y viable en ausencia de un diseñador. La repetición con variaciones es la auténtica esencia de la ingeniería natural. También lo es de la música. Y del arte y la literatura.

En la discusión actual sobre la viralidad de los mensajes, quizá nos falte entender una cuestión central. Lo interesante de los virus, biológicos o digitales, no es que saquen copias de sí mismos. Es lo que puede diferenciar a cada copia.

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