La banalización del mal
Comparar el asesinato masivo de miles de personas con la situación de unos políticos que están siendo juzgados con todas las garantías judiciales ofende a la inteligencia
Un informe sobre la banalidad del mal subtituló la escritora judía de origen alemán Hannah Arendt su libro Eichmann en Jerusalén, escrito a partir de las crónicas que publicó en la revista The New Yorker sobre el juicio celebrado en Israel al criminal de guerra nazi Adolf Eichmann, uno de los responsables máximos de la llamada solución final para los judíos. Eichmann, al que los servicios secretos israelíes habían capturado en Argentina y trasladado en secreto a Israel, acabó siendo condenado a muerte, pero de aquel proceso lo que ha quedado para la historia es la polémica provocada por el concepto de banalidad del mal que Arendt usó para describir la normalidad aparente de un asesino al que nada diferenciaba, según ella, de cualquier otra persona. Eichmann, en opinión de la escritora judía estadounidense, había sido un burócrata de la muerte como tantos otros, no un monstruo como se quería hacer ver. Que era precisamente lo más terrible del personaje y del régimen al que sirvió.
Cualquiera que haya visitado un campo de exterminio de los muchos que llegó a haber en Europa y en los que murieron 6 millones de personas de hambre o desnutrición o gaseados o asesinados directamente por sus captores coincidirá conmigo en haber experimentado un sobrecogimiento que impide articular palabra durante un tiempo. Como aconseja el proverbio, si no vas a mejorar al silencio lo mejor es callarte, y eso es lo que hacen los visitantes de esos campos del horror en los que la atrocidad humana llegó a su cumbre en la historia del hombre como especie. Por eso, desagrada aún más que una comitiva como la que hace unos días compareció en Mauthausen (junto con el de Auschwitz, posiblemente el campo de exterminio nazi más atroz de cuantos existieron) para homenajear a los catalanes muertos allí utilizara el acto para denunciar la prisión de los políticos que están siendo juzgados en España por un presunto delito de rebelión o de sedición en este momento. El solo hecho de comparar, siquiera indirectamente, el asesinato masivo de miles de personas con la situación procesal de unos políticos que están siendo juzgados de acuerdo con la legislación de un Estado de derecho y con todas las garantías judiciales y de transparencia (se retransmite por televisión) ofende no solo a la inteligencia sino a los sentimientos de millones de personas para los que el genocidio nazi es la página más terrible de nuestra historia. Traer a colación una situación política en un espacio como Mauthausen supone una banalización del mal que debería ser perseguida por ley como el negacionismo del Holocausto.
Hace mucho tiempo que ciertos sectores del independentismo catalán han perdido el sentido de la realidad, pero tanto las declaraciones de la representante de la Generalitat en Mauthausen como, en días anteriores, el intento de boicoteo del homenaje que el presidente del Gobierno español realizaba al poeta Antonio Machado en el cementerio francés de Collioure con ocasión del 80º aniversario de su muerte por parte de un grupo de independentistas traslucen una patología social que, más que estupefacción, provoca un escalofrío semejante al que el visitante siente al recorrer los campos de exterminio en los que 6 millones de personas, judíos pero también gitanos, homosexuales, comunistas, discapacitados físicos y mentales o simples antifascistas, entre ellos muchos republicanos españoles (catalanes o españoles, todos apátridas para los nazis, por cierto), fueron eliminados de la faz del mundo después de someterlos a una deshumanización completa. Alguien debe poner freno ya a tanta insensatez.
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