Cosas tristes en Mauthausen
No hay nada en el mundo que no sea susceptible de ser arruinado si cae por ahí un cargo voluntarioso de la Generalitat, desde la abolición de la esclavitud al apartheid. Todo es bueno para el convento
En el libro mejor titulado sobre el procés, Habrá que jurar que todo esto ha ocurrido, el periodista Rafa Latorre se pregunta hasta dónde llegará, con el paso del tiempo, la verosimilitud de hechos ciertos protagonizados por instituciones tangibles en una época de fake news en la que las que más apariencia tienen de serlo son precisamente las que hay que creer a toda costa.
Solo desde esa perspectiva puede entenderse que frente al barracón del campo de exterminio de Mauthausen, un lugar que exploró las diferentes formas de matar a cientos de miles de seres humanos (mediante desangrado, arrojándolos desde un precipicio, cámaras de gas, duchas heladas durante horas, encierros sin comer y beber hasta la muerte, fusilamientos, ahorcamientos) la directora general de Memoria Democrática de la Generalitat, Gemma Domènech, haya recordado a los "presos políticos" en un homenaje del Govern a los 9.300 deportados republicanos durante el nazismo. Habrá que jurarlo, sí.
Entre alambres de espino y rodeada de alumnos de instituto, con la ministra de Justicia presente, Domènech consideró apropiado incrustar al exconseller de Exteriores Raül Romeva, que había inaugurado allí una placa dos años antes, en sus palabras de memoria y recuerdo. "Ha pasado 440 días en prisión en la triste condición de preso político; triste para la democracia", dijo. Hay que reconocer que es difícil conseguir ser algo triste para la democracia en Mauthausen. Y dentro de esa dificultad, intentarlo con Romeva. Que no es él ni su situación personal, ni es el debate sobre la situación de los políticos presos, ni el funcionamiento de la justicia española. Es la cuestión simbólica del respeto a la dignidad del hombre, empezando por el propio Romeva, que no sé qué tal se verá reivindicado en un lugar como Mauthausen. La manera más implacable de disolver una denuncia: presentándola en el Holocausto.
Es, en definitiva, la infinita capacidad que los sectores menos inteligentes del soberanismo, fáciles de distinguir porque siempre están a los mandos del procés, para intoxicarlo todo, hasta la causa más unánime. No hay nada en el mundo que no sea susceptible de ser arruinado si cae por ahí un cargo voluntarioso de la Generalitat, desde la abolición de la esclavitud al apartheid. Todo es bueno para el convento.
Ese empeño melancólico del independentismo consiste en creer que sus agravios, de tan clamorosos, tienen cabida en cualquier escenario del mundo, independientemente del público. Algo que exige preguntarse si una injusticia como la de Romeva y sus compañeros solo puede serlo en la medida en que lo sean otras más famosas, si no puede defenderse por sí misma sin necesidad de emparejarse o colonizar otras, poniéndolo todo perdido, hasta lo más impensable. Y si esa voluntad propagandística está ayudando a dar a conocer las denuncias del procesismo o, simplemente, lo que hace es dar a conocer su falta de pudor.
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