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CARTA BLANCA
Columna
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Entre el dolor y el placer

Para bien o para mal acabamos siendo víctimas de nuestro carácter. La autora heredó de su madre un ansia obsesiva que arruinó y salvó su vida

QUERIDA MADRE: Si escribo, es gracias a ti, porque con tu ansia obsesiva me arruinaste y salvaste la vida al mismo tiempo.

Y precisamente por eso odié el ansia durante muchos años —no a ti: a ti te idolatraba—, hasta el punto de negarla, eliminarla y avergonzarme de ella. No entendía que la energía que me guiaba o me paralizaba, que me obligaba a someterme a las pruebas más difíciles y agotadoras aunque nada tuvieran que ver conmigo, que me empujaba a estrechar lazos con personas que me hacían sentir incómoda, que no me abandonaba ni siquiera cuando dormía, que me despertaba de madrugada con la mente rebosante de cosas que debía hacer, decir, o escribir… no era más que una forma de aquella ansia. Siempre intenté protegerte del dolor, a ti y a todos los que a mi entender sufrían. A todos menos a mí misma.

Puede que ese sea el motivo por el que yo siempre haya intentado rodearme de personas muy distintas a mí: constantes, autónomas, sólidas, pacientes y nada ansiosas. Pero, a veces, esa clase de personas no son las más sensibles y les cuesta entender y aceptar el tormento de quienes sufren de ansia.

El ansia puede ser peligrosa porque no nos permite notar el cansancio, nos deja desnudas, expuestas, frágiles, vulnerables y exhaustas. En los peores momentos, incluso puede condicionar nuestra vida, paralizarnos y consumirnos: porque nos hace obsesionarnos con lo negativo y perder de vista todo lo demás, excepto para desesperarnos cuando las cosas hermosas de la vida, que damos por supuestas, desaparecen.

El ansia, sin embargo, también puede convertirse en una gran energía creativa, una marea que nos conduce hasta donde nunca nos hubiéramos creído capaces de llegar.

Creo que todo lo que he hecho —desde abandonar a los 20 años la pequeña ciudad de provincias para marcharme a Londres en busca de trabajo sin saber apenas inglés; instalarme a los 23 en Milán sin conocer a nadie; encontrar trabajo en la prensa y en la televisión; escribir libros—, lo he hecho siguiendo una necesidad urgente primero de libertad y luego de poder expresarme, de crear algo que compartir con los demás para aplacar así la inquietud que desde siempre me empuja, me aguijonea y me atormenta. Fue el ansia lo que me impulsó a cultivar mi vocación por la escritura y la lectura. De niña, leía y escribía de forma compulsiva: primero cuentos, luego libros juveniles y después todos los libros que encontraba en casa. Y cuando ya los había leído todos dos o tres veces, iba a comprar libros usados a la librería, al quiosco, a los mercadillos, o los cogía en préstamo de la biblioteca. Y cuando no tenía libros, leía los periódicos y las revistas, y cuando se me acababan, leía la etiqueta del agua mineral, los prospectos de los medicamentos, las normas del ascensor, las vallas publicitarias… No podía evitarlo, tenía que leer y escribir. “Te vas a estropear la vista”, me decías, con los ojos puestos sobre las páginas de un libro.

Creo que dicha necesidad imperiosa era un efecto de tu herencia que me ha encaminado hacia el ansia, sí, pero también hacia la vida, hacia mi destino y hacia mi necesidad de compartir: que ha hecho de mí, para bien o para mal, lo que soy. 

Daria Bignardi es autora de 'Historia de mi ansia' (Duomo Ediciones).

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