La viruela, sus ángeles y sus demonios
Tucídides nos dejaría la pista que siglos después siguió el médico inglés Edward Jenner para descubrir la vacuna de esta enfermedad
Mucho antes de que se desarrollasen las primeras vacunas, Tucídides, el padre de la “historiografía científica”, había advertido de la existencia de la inmunidad en tiempos de la peste de Atenas descrita en su Historia de la guerra del Peloponeso. Según Tucídides, quienes habían padecido el cuadro clínico de la peste de forma leve, se habían hecho inmunes a ella y, por lo mismo, podían atender a los afectados.
“...los que habían escapado del mal, sentían la miseria de los demás por haberla experimentado en sí mismos; aunque estaban fuera de peligro, porque no repetía la enfermedad al que la había padecido, a lo menos para matarle; por lo cual tenían por bienaventurados a los que sanaban, y ellos mismos, por la alegría de haber curado, presumían escapar después de todas las otras enfermedades que les viniesen.”
Tucídides fue uno de los pocos que logró escapar de la plaga de Atenas. En su texto dejó la pista que siglos después siguió el médico inglés Edward Jenner para inocular a un niño de ocho años el suero extraído de una pústula de viruela, haciéndole así inmune a la enfermedad. Ocurrió en el año 1796 y tanto la noticia, como el método, se extendieron de inmediato por Europa. Cuatro años más tarde, la vacuna de la viruela llegaba a España bajo el reinado de Carlos IV que, sensibilizado por los estragos de una enfermedad mortal por la que había perdido a su hija María Teresa (1791-1794), puso en marcha la primera expedición sanitaria de la Historia que sería bautizada como La Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, también conocida como Expedición Balmis por ser Francisco Javier Balmis el médico que se pondrá al frente de la misma.
Según las crónicas, el primer brote de viruela en el Nuevo Continente se produjo en 1518, en la isla de La Española. Cuenta Fray Bartolomé de Las Casas que sólo sobrevivieron un millar de indios. Desde La Española, la viruela se expandió hasta a México, alcanzando Tenochtitlán en el momento en el que los aztecas preparaban un ataque contra los españoles. Por decirlo a la manera de Tucídides, el primer historiador materialista de la Historia, si no llega a ser por la viruela, la victoria azteca hubiera sido inevitable.
Con tales antecedentes, la viruela llevaba centurias haciendo estragos en Sudamérica cuando, el 30 de noviembre de 1803, el “María Pita” zarpó desde La Coruña hacia Puerto Rico, cubriendo la primera etapa de la misión que llevó la vacuna a las colonias españolas en el Nuevo Continente. Embarcaron 22 niños, de 3 a 9 años, todos chicos. Cada niño embarcó con un hatillo que contenía zapatos, ropa y artículos de aseo, así como un vaso, un plato y un juego completo de cubiertos.
En un principio, se intentó enviar la vacuna a América en recipientes de cristal, sellados con parafina, pero, al final, Balmis desechó la idea. Las vacunas no aguantarían y llegarían inservibles. Sólo quedaba una solución y era la de inocular la infección en niños para que llegara viva.
De esta manera, a través de los tiempos, la curiosidad de Tucídides se hizo conocimiento y viajó al otro lado del Atlántico. Todo gracias a Edward Jenner, un médico rural que, observando que las mujeres que ordeñaban eran inmunes a la viruela, imaginó que el contacto con el virus las protegía del mismo. La imaginación, al ser más grande y extensa que la realidad, acertó con rigor científico a pesar del rechazo de buena parte de la comunidad científica de la época. Hubo voces que llegaron a decir que, si las personas se vacunaban, acabarían con apéndices de vaca por todo su cuerpo.
Años después, llegaría Pasteur a poner nombre al remedio de su predecesor como homenaje a este. La observación de Edward Jenner, acerca de la inmunidad en las ordeñadoras, llevaría el nombre de vacuna porque vacuna viene de “vaca”.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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