El alma en vilo
No sé por qué abrirle la puerta a este fantasma del pasado es legítimo y perfectamente constitucional
Cuando vea publicada esta columna estaré yendo a votar. Lo haré, sin intención de exagerar, con el ánimo más inquieto que en cualquiera de las elecciones que haya vivido hasta ahora. En alguna de las pasadas convocatorias, experimentaba tanto escepticismo por la oferta que, sin golpes de pecho ni remordimientos, me abstuve, porque la abstención, por mucho que la afeen los puristas del voto, también es una forma de expresar algo. Lo inquietante es cuando se vota en un clima de emergencia, cuando el no votar implica colaborar con un futuro que se presenta amenazante. Me resisto a pronunciar la palabra miedo porque parece que en la omisión de la palabra conjuro el peligro de que algo escalofriante ya se ha hecho presente. Leía estos días la revista portuguesa Visão, dedicada monográficamente a la Revolución de los Claveles. Uno de aquellos militares que participaron en el fin de la dictadura salazarista afirmaba que en Portugal no habría extrema derecha porque el país conocía muy bien lo que era el fascismo. Sería una hermosa frase de ser cierta, tranquilizadora, porque significaría que todos aquellos países que padecimos la experiencia prolongada de una dictadura estaríamos vacunados de toda tentación de alentar a formaciones que repitieran los pecados del pasado y, cuando estos surgieran, gozáramos de la capacidad de impedir que se transformasen en institucionales.
Hay muchas reacciones que he observado en los últimos tiempos que me preocupan. Una de ellas, el constatar que algunos de los que alertaban contra el discurso sentimental del nacionalismo identitario hayan echado mano de los mismos recursos emocionales para defender una idea, una, de la nación española y afear la conducta a quienes no se ajusten a ella, tachándolos de blandos o equidistantes. En toda esta campaña hiperbólica se ha blandido la Constitución como arma, como si se tratara de un libro sagrado, cercano a la Biblia o a la Torá, y a los que no adoptaran esa actitud de defensa cerrada del texto o del sentimiento patriótico se les ha consignado al grupo de “bolivarianos, comunistas, separatistas, terroristas y socialistas”. Socialistas de Sánchez, querían decir, porque al parecer hubo en España, al principio de la democracia, unos socialistas buenos. Qué casualidad que también dividan a las feministas en dos similares casillas: las buenas y las malas. Las malas, como aseguran ciertos jóvenes opinadores también nostálgicos de un paraíso extinto en el que la izquierda y las chicas sabían comportarse, las malas, han contribuido con sus lloriqueos a este desastre actual en el que la extrema derecha es una consecuencia, cuando no, como ya hemos leído, un mal menor.
Leemos los análisis que desde medios internacionales muy respetables y suficientemente burgueses publican sobre lo que aquí nos está ocurriendo y percibimos una preocupación no disimulada sobre esta ola de ferocidad. Lo hemos conseguido, ya somos como Italia y como Francia, ya rebrotó el lenguaje que parecía anulado tras las experiencias totalitarias; nosotros, desde luego, con nuestra peculiaridad ideológica cañí, que se inhibe en lo social y pone toda la carne en el asador en lo moral y en la rancia tradición. Lo que no sé es por qué abrirle la puerta a este fantasma del pasado es legítimo y perfectamente constitucional.
No podremos decir que no fuimos avisados de la amenaza que supone un discurso excluyente que apela a la confrontación para defender una patria en la que no cabemos todos. Lo mismo ocurría en Cataluña, podrán decirnos. Muy bien, ustedes han conseguido extenderlo al resto de España. Enhorabuena.
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