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Columna
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El ahogamiento de Cuba

La Casa Blanca ha cedido ante quienes sostienen que sólo la fuerza doblegará al castrismo

Juan Jesús Aznárez
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, saluda desde la puerta del Air Force One.
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, saluda desde la puerta del Air Force One.NICHOLAS KAMM (AFP)

Salvo una reedición de Bahía de Cochinos, Estados Unidos lo ha intentado todo para acabar con la revolución cubana. La Casa Blanca apuesta esta vez por recalentar la olla a presión: por intensificar la fuerza ejercida por anteriores administraciones para que la efervescencia social derivada de las nuevas privaciones alcance el punto de ebullición y desborde las patrióticas apelaciones a la resistencia.

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El endurecimiento del embargo es cíclico, determinado en buena medida por la importancia electoral del Estado de Florida, y coherente con la doctrina establecida en 1960 por Dwight D. Eisenhower: EE UU debe utilizar cualquier medio concebible para debilitar la economía de la isla, causar hambre, desesperación y una insurrección popular imparable. Difícilmente la conseguirá. No está siendo posible en una Venezuela agonizante, y menos se obtendrá en un país sin oposición articulada y en alerta policial desde hace sesenta años.

El pueblo cubano pasó hambre entre 1990 y 1993 por la pérdida de los subsidios de la URSS. El dominio del Partido Comunista casi desaparece por inanición. Un cuarto de siglo después, los ultras estadounidenses intentarán rematar la faena aprovechando Internet, la abulia política, el agotamiento social, el atasco económico y la insuficiente inversión extranjera. El senador Marco Rubio y el abogado Mauricio Claver-Carone, de origen cubano, han convencido a Trump, Bolton y Pompeo de que las circunstancias son óptimas para enjaular al país y quebrar la alianza con Venezuela. La orfandad financiera de Cuba y la concatenación de vulnerabilidades y palos de ciego reducen el margen de respuesta del Ejecutivo de Miguel Díaz-Canel ante la nueva acometida, cuya punta de lanza es la extraterritorialidad, una facultad imperial que atemoriza a las empresas que operan en la isla y disuade a las que se interesaron en hacerlo durante el deshielo de Obama. Los Departamentos del Tesoro y Justicia vigilan las transacciones bancarias, detectadas por la Reserva Federal cuando se dolarizan en algún tramo del recorrido aunque hayan sido realizadas en yenes o rupias nepalíes. Menos negocios, menos ingresos, menos democracia, más éxodo y más sufrimiento.

La Casa Blanca ha cedido ante quienes sostienen que sólo la fuerza doblegará al castrismo. La política de Obama fue más inteligente pretendiendo lo mismo: la destrucción de un régimen de inspiración marxista a 90 millas de la meca del capitalismo, en un subcontinente donde aún se venera a Fidel Castro. Suavizó las leyes Torricelli y Helms Burton y saturó las relaciones bilaterales para fomentar contradicciones y forzar cambios. El despliegue de dólares, vínculos y pluralismo hubiera sido más rentable que la escalada punitiva en Cuba, pues a la postre su Gobierno se vería abocado a asumir las nuevas realidades autorizando el asociacionismo, germen de la democracia de partidos y sindicatos.

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